domingo, 16 de septiembre de 2007

Juvenal Acosta, El cazador de tatuajes

La semana del 8 al 15 de septiembre recorrí, en mis ratos libres y un poco antes de dormir, los surcos marcados por esta historia.

No había leído nada de este autor, es más, ni siquiera lo conocía. Pero una mañana de sábado llegó a mis manos gracias a la maestra Alicia Herrera, máxima autoridad de la enseñanza de la literatura en el Instituto México. Al prestármelo me dijo algo así como: “Para que sigamos entendiendo el mundo de los jóvenes”.

Desde ese momento supe que lo debía leer, certeza que se reafirmó al pasar mi vista sobre la portada que contiene una recomendación de Juan García Ponce: “Una novela en la mejor tradición de la literatura erótica y filosófica”.

Así entré al mundo de El cazador de tatuajes, nombre que se da el narrador de la historia, su historia: profesor de literatura mexicano que vive en San Francisco, California, y que, en el tiempo del relato, está dedicado a preparar un estudio sobre la obra de Juan García Ponce, actividad que debe dejar en segundo término para poder vivir el frenesí de sus dotes seductoras que lo llevan, al mismo tiempo, a la conquista de cuatro mujeres que serán su alfa y su omega, su máximo trofeo y su perdición.

Con lujo de detalles, este Cazador relata sus encuentros personales e íntimos con Marianne, fotógrafa inglesa a la que conoce en Nueva York; Sabine, argentina; Constancia, pintora mexicana; y la Condesa, vampiresa que descubre en un lugar gótico de San Francisco.

El Cazador aclara que éstas no han sido sus únicos trofeos de seducción, pero sí sus triunfos más significativos en ese arte que, por ser tal, sólo algunos pueden practicar.

Junto con el relato pormenorizado de sus encuentros erótico-lujuriosos, el Cazador nos da a conocer su fetichismo por los tatuajes y el significado de éstos: “El tatuaje no es un signo impreso sobre la piel sino sobre la idea que uno tiene de sí mismo”.

Y en un contrapunto de vivencias y frases contundentes, somos testigos no sólo de las grandezas del Cazador sino de su destrucción al tocar el fondo de su propio laberinto.

Laberinto construido por sus “Cuatro ciudades eróticas que juntas forman la capital de mi universo confundido” —dice el Cazador a sus 35 años. Una ciudad es cósmica, aérea, sin fronteras; la segunda, es la ciudad de agua fundada sobre el agua; la tercera, es la ciudad occidental de Apocalipsis, fuego negro; y la última, la ciudad del sur, tierra del futuro incierto.

Tenía razón García Ponce: novela erótica y filosófica, que nos permite caminar como lectores el filo de la navaja que a la derecha tiene al erotismo y a la izquierda a la lujuria, o al revés, al fin y al cabo da lo mismo.

Esta lectura estuvo marcada por la tristeza inmensa de saber que Sofía, mi hija, parte en unos días a Washington, D. C. a seguir labrando su camino y su vocación por los Derechos Humanos.

J. Antonio Galván P.
Colonia Moderna,
16 de septiembre del 2007

sábado, 8 de septiembre de 2007

Isabel Allende, Eva Luna

Primero debo reconocer un pecado: nunca había leído una obra de Isabel Allende, a pesar de que en otro tiempo tuve entre mis manos libros como La casa de los espíritus o Los cuentos de Eva Luna. En verdad me arrepiento del tiempo transcurrido sin hincarle el diente al mundo literario de la autora chilena.

La novela Eva Luna la compré en febrero en una librería de San José de Costa Rica y se la dejé a mi hija en su estancia por esa ciudad (entre febrero y agosto del 2007) pues supuse que serviría como objeto de acercamiento entre ella y la chilena con la vivió tres meses, María Paula. La literatura tiene la magia de unirnos en la conversación, en la descripción de los paisajes y los lugares o en la interpretación de la psicología de los personajes. Sin embargo, mi hija trajo a México el libro tal y como se la dejé: envuelto en un celofán.

La noche del 27 de agosto empecé a leer la obra y la terminé la noche del 6 de septiembre. Recorrí sus páginas atrapado en las redes del lenguaje de Isabel Allende y de las acciones de los protagonistas, presentados en dos mundos paralelos: Eva Luna y Rolf Carlé. Ella en un país de América del Sur (Chile, casi seguro) y él en su infancia y adolescencia en Austria. Las coincidencias propias de la vida y recobradas por la literatura habrían de unirlos muchos años después en ese país sudamericano.

¿En qué reside la magia de la protagonista? En su capacidad para inventar y contar historias lo que le permite crear un mundo menos lamentable que el que vive en realidad y volverse indispensable, por eso, para la gente que la rodea.

¿En qué reside la magia de la obra? En la sencillez con que son presentados los personajes y los hechos. No hay vericuetos en el desarrollo, sino episodios que se van engarzando uno a otro en un tratamiento a dos planos-personajes: Eva y Rolf. Esta sencillez es aderezada con un leguaje por demás rico en el uso de recursos literarios. Por momentos parecía que el lector estaba ante lo real maravillo de Carpentier o ante el realismo mágico de García Márquez.

Y así, sin contratiempos ni sobresaltos ni momentos de tensión extrema, fui testigo de una parte de la vida de Eva Luna; desde los antecedentes de su nacimiento hasta su madurez. Vida que recorre junto a Consuelo, su madre, y a la muerte de ésta (cuando Eva tenía seis años) junto a su Madrina, Elvira, Huberto Naranjo, la Señora, Melecio (que luego será Mimí) Riad Halabí, Zulema, Kamal, la maestra Inés, la yugoslava, el coronel Tolomeo Rodríguez y Rolf Carlé. Y cómo de estas relaciones con los otros Eva pasa de chiquilla casi abandonada a adolescente analfabeta y luego a escritora de telenovelas.

En contrapunto, también aprecio el desarrollo de Rolf y su mundo familiar en Austria (su padre el profesor Carlé, su madre y sus hermanos, Jochen y Katharina) y en América, sus tíos Rupet y Burgel, sus primas, Aravena y Eva Luna.

Tanto Huberto Naranjo como Aravena se convertirán en el puente que unirá las vidas y los destinos de los protagonistas.

A partir de tan gratificante experiencia lectora, seguiré recorriendo los mundos literarios de Isabel Allende y complementándolos con aquellos que nos ofrecen otras dos escritoras latinoamericanas: la mexicana Ángeles Mastretta y la colombiana Laura Restrepo.

J. Antonio Galván P.
Zacatenco
8 de septiembre del 2007