martes, 28 de octubre de 2008

Carlos Fuentes, La voluntad y la fortuna

A Antonio Valentín, nuevamente. Por su
éxito como profesional de la comunicación.
A mi compadre-hermano Jorge Lemus
por su cumpleaños 40 y algo.
A la Bety Munguía por su medio siglo.

La voluntad y la fortuna (Alfaguara, 2008, 552 pp.) es la novela más reciente del escritor mexicano Carlos Fuentes.

Sin prisa y sin grandes momentos dramáticos, con el nudo principal desatado desde la primera línea, somos lectores-testigos de la historia de Josué, cuya cabeza, desprendida de su cuerpo a machetazos en las playas de Guerrero, nos narra sus 27 años de vida.

Para ello, Fuentes construye un microcosmos de ficción en el que actúa un número reducido de personajes marcados por la necesidad, la ambición, la voluntad y/o la fortuna: Josué y su compañero-amigo-hermano Jericó; María Egipciaca, Elvira Ríos y Lucha Zapata, todas ellas mujeres determinantes en alguna etapa de la vida de Josué; el sacerdote-profesor Filopáter (que encamina a Josué y a Jericó a las obras de Spinoza, una vez que ellos se han acercado a San Agustín y Nietzsche) y el abogado-catedrático Sanginés, que influirán notablemente en la formación ideología de Josué; los Esparza: don Nazario, su esposa Estrella y su hijo Errol, que prefiguran la familia que Josué agradece no haber tenido; los hombres poderosos: el presidente de la república, Valentín Pedro Carrera y el empresario Max Monroy que ejemplifican la lucha y las complicidades entre los poderes político y económico; el presidiario Miguel Aparecido y un grupo de delincuentes del que destacan Sapa Pérez (la Sarape, prostituta de la abeja tatuada en la nalga), Maximiliano Batalla y el corrupto abogado Jenaro Ruvalcaba; los espíritus de Antigua Concepción, el profeta Ezequiel y Maquiavelo que mantienen comunicación con el protagonista; además de la actuación primordial, significativa y categórica de Asunta Jordán.

El contexto de la obra es el México actual. Podemos ubicar el nacimiento de Josué en 1980 y su desaparición en el recién pasado 2007. Los personajes de Valentín Pedro Carrera y Max Monroy encarnan y representan al poder concentrado en políticos (como Carlos Salinas o Vicente Fox) y en empresarios (como Carlos Slim). Todo ello en un escenario dominado por el narcotráfico, la corrupción, la caída del régimen priísta, la lucha entre los ricos y los pobres, las rebeliones acalladas, el papel de las comunicaciones y la tecnología en las sociedades modernas, y miles de descabezados a los que se les ha negado la posibilidad de contarnos sus historias.

La pluma de Fuentes alude en todo momento a sus lectores-interlocutores-testigos, como queriendo decirles: créanme, este relato es cierto: ustedes pueden transitar por los lugares que menciono de la Ciudad de México: el Zócalo o el restaurante del hotel Majestic; el metro Insurgentes o las calles de Berlín y Praga; Santa Fe y el Pedregal de San Ángel; Ciudad Universitaria o la terminal uno del aeropuerto… Y padecen las atrocidades que aquí les presento.

Y como lectores-interlocutores-testigos creemos que en verdad una cabeza cercenada a machetazos es capaz de hablarnos y que nosotros escuchamos por los ojos. Magia literaria que permite adentrarnos en las entrañas de un México actual codiciado, gobernado y tratado como motín por los grupos en el poder: los políticos, los empresarios y los criminales organizados.

Las páginas de esta novela las transité apaciblemente del 9 al 27 de octubre. Estuvieron marcadas por dos hechos altamente emocionantes para mi vida familiar: la presentación del examen profesional de mi hijo, Antonio Valentín, y la llegada sorpresiva de hija, Hortensia Sofía (procedente de Indiana, E. U.) justamente cuando su hermano exponía los puntos medulares de su tesis. Como dijera el filósofo salsero Pedro Navaja: “Sorpresas te da la vida”.

Aparador (o citas citables)

“Al cabo, ¿qué edad nos pertenece más que la infancia en la que, verdaderamente, dependemos de otros? Todo es más largo que en la niñez. Las vacaciones nos parecen deliciosamente eternas. Los horarios de clase, también. Aunque sujetos a la escuela y sobre todo a la familia, tenemos en esa época de la vida más libertad frente a lo que nos amarra que en otra cualquiera. Ello se debe, me parece, a que la libertad en la infancia es idéntica a la imaginación y como en ésta todo es posible, la libertad para ser algo más que la familia y algo más que la escuela vuela más alto y nos permite vivir más separados que en las edades en que debemos conformarnos para sobrevivir, ajustarnos a los ritmos de la vida profesional y someternos a reglas heredadas y aceptadas por una especie de conformismo general. Éramos, de niños, magos singulares. Seremos, de adultos, rebaños”. (pp. 81 y 82)

“En el mundo real (…), Asunta me puso al tanto de mis deberes con rápida eficacia. Existía un mercado nacional y global de jóvenes entre los veinte y los treinta y cinco años, la Generación Y, así llamada porque sucedió a la Generación X, que ya rebasó los cuarenta y aunque todos se acomodan a lo acostumbrado hasta temer que lo más novedoso los muerda, los de veinte años son el target, el banco primario de la publicidad consumista. Quieren estrenarse, quieren diferenciarse. Quieren objetos novedosos. Necesitan técnicas que puedan controlar en el acto y que (al menos en su imaginación juvenil) le estén vedadas a ‘la momiza’”. (p. 291)

“Nicolás Maquiavelo lo dice en voz alta para que todos lo entiendan: ‘No conozco nada que dé más felicidad, haciéndolo, pensándolo, que fornicar. Un hombre puede filosofar todo lo que quiera, pero la verdad es esta’. Así lo escribí y ahora te lo repito. Todos lo entienden, pocos lo dicen. Puedes citarme. Me friega que se ignore mi gusto por las mujeres y el sexo. ¡Que lo ignoren! ¡Qué más da! Pero si tú vas a escribir con veracidad sobre mí, repetirás conmigo que dulce, ligero, pesado, el sexo crea una red de sentimientos sin los cuales, me parece, yo no podría ser feliz”. (p. 449)

“Crecí, dijo [Sanginés], en una sociedad que era protegida por la corrupción oficial. Hoy, continuó de manera tajante pero con un dejo mitad de crítica, mitad de resignación, la sociedad es protegida por los criminales. La historia de México es un largo proceso por salir de la anarquía y la dictadura y llegar a un autoritarismo democrático… Me pidió, con una pausa, que perdonara la aparente contradicción: no lo era tanto si apreciábamos la libertad de artistas y escritores para criticar salvajemente a los gobiernos revolucionarios. Diego Rivera, en el mismísimo Palacio Nacional, describe una historia presidida por jerarcas políticos y religiosos corruptos y mentirosos. Orozco se vale de los muros de la Suprema Corte para pintar a una justicia que se carcajea de la ley desde la boca pintarrajeada de una puta. Azuela, en medio de la lucha revolucionaria, novela a la revolución como una piedra rodante por el abismo, desnuda de ideología o propósito. Guzmán da cuenta de una revolución en el poder que sólo se interesa en el poder, no en la revolución: todos se mandan asesinar unos a otros para seguir enfilados a la presidencia, que es la gran vaca dispensadora de leche, cajeta, quesos, mantequillas surtidas y seguridad sin democracia: un mugido reconfortante.
“―Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado. El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia”. (p. 507)

“Las cárceles de México, de Brasil, de Colombia, de Perú, ya no tienen espacio para los criminales. Los sueltan luego luego para que entren los nuevos malhechores. Es el cuento de nunca acabar. Criminales reincidentes. Detenidos sin juicio. Defensa imposible. Abogados mal pagados incapaces de defender a los inocentes. Jueces muertos de miedo. Jueces improvisados. Tribunales sin capacidad de trabajo. Testimonios falsos. Ninguna consistencia… ―deploró el abogado y casi exclamó: ―¿Cuánto tiempo crees que dure así la democracia latinoamericana? ¿Cuánto tardarán en regresar las dictaduras, aclamadas por el pueblo?” (pp. 508 y 509)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
28 de octubre del 2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Carlos Ruiz Zafón, El juego del ángel


Para Antonio Valentín
en su 24 aniversario

De la mañana del 26 de septiembre a la madrugada del 9 de octubre leí esta novela, que es la más reciente del escritor español Carlos Ruiz Zafón. De él había leído La sombra del viento (ver entradas antiguas de este Separador).

El juego del ángel no es la continuación de La sombra del viento: es su antecedente. Se sitúa en Barcelona, entre 1900 y 1930, a partir de las acciones de su protagonista y narrador: David Martín, joven aprendiz de periodismo que da un salto para convertirse en escritor. Aquí empieza la historia cuando él se ve atrapado por su tutor, el empresario Pedro Vidal, escritor sin talento pero con abolengo, dinero e influencias; luego por los editores Barrido y Escobillas, que convierten a David en un explotado escritor a destajo; y, por último, el fantasma del editor Andreas Corelli, el ángel juguetón, que llevará a David Martín a correr graves riesgos para su vida como persona y como narrador.

Junto con su vocación de escritor, el protagonista nos cuenta el inmenso amor que siente por Cristina y cómo deja de considerar el enamoramiento que hacia él tiene Isabella, a quien conducirá poco a poco a unir su vida con el joven Sampere, hijo de su librero, amigo y protector: el señor Sampere.

Diversos personajes vivos y muertos entran en acción en esta novela. Muchos de sus pasajes son como una ficción dentro de la ficción, lo que le resta validez y credibilidad al relato. Por momentos el lector parece atrapado en una telaraña donde ciertos personajes se desdoblan (como el escritor Diego Marlasca y el investigador policiaco Ricardo Salvador) y las acciones de David en busca de una “verdad” que él se empeña en conocer al sentirse involucrado en una especie de “designio maléfico” (si es que tal expresión es válida) permiten ir conociendo a muchos otros personajes que algunos creían ya desaparecidos: el propio Diego Marlasca, Jaco, Roures e Irene Sabino, entre otros. Pero también algunas acciones que fueron tendidas como rieles quedan sin resolución en la historia.

En esta obra, como en La sombra del viento, entramos al laberinto oscuro, vetusto y elitista: el Cementerio de los Libros Olvidados. Aquí conoceremos de pasada a Isaac Monfort, que se convertirá en personaje nodal en esa obra (otro será el librero Gustavo Barceló o el hijo del librero Sampere).

Una de las virtudes narrativas de Carlos Ruiz Zafón es hacernos caminar, nuevamente, por las angostas calles de Barcelona, a veces sudorosos por el calor infernal y la falta de brisa, y otras muertos de frío, cubiertos de niebla y congelados hasta los huesos por la baja temperatura; o por hacernos escuchar nítidamente las campanas de la Catedral de Santa María del Mar.

El juego del ángel, a pesar de la opinión en contrario de su creador, es una novela de menor talante que La sombra del viento, por ello, y por el bien de la imagen del autor sería recomendable leerlas no por su orden de aparición en las librerías sino por la secuencia de la historia: donde acaba El juego inicia La sombra.

Aparador (o citas citables):

“―Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado”. (p. 187)

“―Ah, intelectuales. Y usted quería que contratase a uno. ¿Por qué será que cuando menos tiene que decir alguien lo dice de la manera más pomposa y pedante posible? ―preguntó Corelli― ¿Será para engañar al mundo o a sí mismos?
“―Posiblemente las dos cosas”. (p. 289)

“―La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración”. (p. 296)

“―Este lugar [el Cementerio de los Libros Olvidados] es un misterio. Un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron en él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. En este lugar los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar a las manos de un nuevo lector, un nuevo espíritu…” (p. 653)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
10 de octubre del 2008

jueves, 2 de octubre de 2008

¡2 de octubre, no se olvida!

Hoy, 2 de octubre del 2008, se cumplen 40 años de la matanza de Tlatelolco. ¿Cuánto tiempo, papel, tinta y celuloide se ha ocupado para denunciar, analizar, protestar, esclarecer, descifrar, documentar o dar testimonio de los hechos nefastos que culminaron con la masacre de la Plaza de las Tres Culturas? Publicaciones especiales de diarios y revistas, libros, libros y más libros, antologías, simposios, obras de teatro, documentales, películas, comisiones de la verdad y fiscalías… y aún no sabemos ni siquiera lo más elemental: cuántos perecieron y cuál es la responsabilidad de cada uno de los culpables. Bien podríamos decir que, incluso, se ha generado algo así como “la industria del 68”.

Es muy común que cuando hablo con mis jóvenes alumnos de algún aspecto relacionado con este momento histórico, ellos me pregunten: “¿Usted participó en el movimiento?” Supongo que me imaginan boteando o participando en mítines o pintando camiones o gritando consignas contra el gobierno. Pero en esos años yo era un infante que iba en segundo de primaria (con la maestra Aurorita Arce Pintado), y sólo recuerdo que en los recreos o en la calle libre de autos jugaba con mis cuates o con mis primos a los policías contra los ladrones, y que en ese tiempo esos personajes cambiaron por los granaderos contra los estudiantes (por supuesto, yo me apuntaba en el bando de los segundos).

Años después sí me interesé en leer la historia de esos días y algunos de mis profesores (del CCH y de la Facultad de Ciencias Políticas) habían participado en el movimiento, una estuvo en Lecumberri: Tita Avendaño. La fuente más impactante era y es el libro de Elena Poniatowska La noche de Tlatelolco, con sus impresionantes testimonios orales y gráficos; leí en voz alta o declamé los versos de Memorial de Tlatelolco, de Rosario Castellanos:

¿Quiénes son los que
agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer
al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren
en el hospital?
¿Los que quedan mudos,
para siempre, de espanto?

No busques lo que no
hay: huellas, cadáveres,
que todo se lo han dado
como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora
de Excrementos.
No hurgues en los
archivos pues nada
consta en actas.
Ay, la violencia
pide oscuridad
porque la oscuridad
engendra el sueño
y podemos dormir
soñando que soñamos.
Más he aquí que toco una
llaga; es mi memoria.
Duele, luego es verdad.
Sangra con sangre
y si la llamo mía
traiciono a todos.
Recuerdo, recordemos.
Esta es nuestra manera de
ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias
mancilladas,
sobre un texto iracundo,
sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado
tras la máscara.
Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia
se siente entre nosotros.

O el Yo acuso, de Leopoldo Ayala:

Yo acuso a mi siglo donde se baila.
Yo acuso a mi siglo donde se bebe.
Yo acuso a mi siglo donde se hace
el amor voraz en diez minutos.
Yo acuso a mi siglo donde se apila a los vivos
y se abren las esclusas que queman los párpados
y se grita a los muertos
y se mata y se derriba al hombre.

Sin embargo, ningún texto tan vital como el artículo “Algún día una lámpara votiva”, escrito por el periodista José Alvarado, publicado en la revista Siempre! (número 799, del 10 de octubre del 68), rescatado por Carlos Monsiváis en su libro A ustedes les consta, antología de la crónica en México (editorial Era). Espero que los herederos del maestro Alvarado no me acusen por reproducir este artículo completo, pues por más que lo busqué en la panza de Internet, con ayuda del señor Google, sólo encontré fragmentos.

“Recuerdo, recordemos, hasta que la justicia se siente entre nosotros”, porque cuatro décadas después los rostros siguen amparados tras las máscaras y la justicia sigue caminando sola.


Algún día una lámpara votiva
José Alvarado

Iba a escribir acerca del acuerdo de las Academias de la Lengua Española sobre el uso de la X en la palabra México, por razones, según se dijo, de orden lingüístico, histórico y sentimental. Es un tema alegre y da ocasión para jugar un poco a costa de algún académico mexicano, con la mente fruncida y llena de telarañas, empeñado en escribir el nombre de nuestro país con J, al estilo de los tradicionalistas españoles y en justificar dicho empleo, sólo por mantener un modo grato a los más rancios conservadores, esos todavía partidarios de la Inquisición, de Iturbide y de Maximiliano y quienes sufren de cólicos cuando ven la efigie de Juárez o pasan por el Hemiciclo.

Iba a escribir sobre eso, con buen humor y el deseo de hacer unas cuantas travesuras con el estilo y buscar en el vocabulario algunas palabras parpadeantes. Pero a última hora sentí vergüenza ante los lectores, pues hoy, jueves 3 de octubre, a los cuarenta y un años, por cierto, de la muerte del general Serrano en Huitzilac, la tinta de los periódicos parece oler a sangre. Se alude a 24 civiles muertos anoche, durante un mitin estudiantil, en Nonoalco, más de 500 heridos y centenares de presos.

¿Qué pasa en México? ¿Se han desatado funestos males olvidados? ¿Vuelve nuestra historia a teñirse de rojo y llenarse de sombras ominosas? Abel Quezada, en su cartón de Excélsior, ofrece hoy sólo un cuadro negro y arriba una patética interrogación: ¿Por qué?

La expresiva, dramática niebla de Quezada parece ser una mezcla de confusión y de luto. Y eso, luto y confusión, es lo que flota hoy por la ciudad y, sin duda, por todos los ámbitos del país. A nadie impresiona, como hubiera ocurrido en otras circunstancias, el derrocamiento del presidente Belaúnde en el Perú por un grupo de militares. Todos somos presas del dolor y el desconcierto y a estas horas no se sabe todavía cuál será la suerte de los Juegos Olímpicos ni es posible advertir cómo será la situación nacional dentro de una semana, cuando este artículo aparezca en las páginas de Siempre!

En otros años, y en esta misma fecha, al señalar el aniversario de la matanza de Huitzilac, los comentaristas indicaban, satisfechos, la fortuna de que esos días de violencia, venganza y barbarie hubieran pasado para México y cada vez que se ha glosado un tumulto sangriento en alguna de las ciudades de la América Latina, se insistía en mostrar nuestra vida pacífica como un ejemplo en el continente y un beneficio derivado de largos y penosos sacrificios anteriores. Ahora todo ha cambiado y ya no sirven para nada las viejas palabras y las imágenes antiguas. En la Plaza de las Tres Culturas, orgullo de la nueva ciudad y muestra soberbia de nuestra historia, se ha derramado la sangre. Y es sangre de muchachos y de muchachas, de hombres y mujeres del pueblo. ¿Por qué?

La pregunta de Abel Quezada sigue sin respuesta, pues para encontrarla habría que esconder el dolor, apaciguar la ira, poner en claro el desconcierto. Y ello no es fácil en estas horas aciagas, cuando tantos cuerpos jóvenes yacen sobre planchas heladas y tantas madres con los ojos húmedos y en silencio de condena se disponen a encender velas humildes. Sólo queda, impotente, la protesta.

Había belleza y luz en las almas de esos muchachos muertos. Querían hacer de México la morada de la justicia y la verdad. Soñaron una hermosa República libre de la miseria y el engaño. Pretendieron la libertad, el pan y el alfabeto para los seres oprimidos y olvidados y fueron enemigos de los ojos tristes en los niños, la frustración en los adolescentes y el desencanto de los viejos. Acaso en algunos había la semilla de un sabio, de un maestro, de un artista, un ingeniero, un médico. Ahora sólo son fisiologías interrumpidas dentro de pieles ultrajadas. Su caída nos hiere a todos y deja una horrible cicatriz en la vida mexicana.

No son, ciertamente, páginas de gloria las escritas esa noche, pero no podrán ser olvidadas nunca por quienes, jóvenes hoy, harán mañana la crónica de estos días nefastos. Entonces, tal vez, será realidad el sueño de los muchachos muertos, de esa bella muchacha, estudiante de primer año de medicina y edecán de la Olimpiada, caída ante las balas, con los ojos inmóviles y el silencio en sus labios que hablaban cuatro idiomas. Algún día una lámpara votiva se levantará en la Plaza de las Tres Culturas en memoria de todos ellos. Otros jóvenes la conservarán encendida.

Ayer parecía fácil escribir acerca de la X y la J. Hoy resulta imposible pues quedó enlutada la X de México.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
2 de octubre del 2008