sábado, 29 de noviembre de 2008

Jorge Volpi, El jardín devastado


Tláhuac, D. F., 29 de noviembre del 2008

Estimado Jorge:

Disculpa, una vez más (y con seguridad no será la última) que te distraiga de tus múltiples ocupaciones como director del Canal 22, como organizador de homenaje nacional a Carlos Fuentes, como escritor, como presentador de libros propios y ajenos… pero lo hago para comentarte que durante la mañana y parte de la tarde del jueves pasado (27 de noviembre) leí tu obra más reciente: El jardín devastado.

Y digo “obra” porque en verdad me es muy difícil encasillarla en un género. Me explico: por el tema y las acciones de los personajes bien puede ser una novela; por su extensión y cierre, un cuento; por su tono y ritmo, una especie de poema. Así que bien la podemos calificar como novcuema.

Te vi disfrazado de narrador. A diferencia de tus otras novelas en las que te inventas un nombre muy parecido al tuyo o te asignas otro, en ésta eres un narrador anónimo. Pero es notorio que algunos (o muchos) de los pasajes de este relator coinciden con aspectos de tu vida personal, de tus amigos, de tus quehaceres profesionales y del tiempo que vives y has vivido.

Es por demás interesante el recurso que utilizas para trazar, a lo largo de estas 182 páginas de la obra, el contrapunto entre las vidas de Ana y Laila. La primera, en tu propia ciudad (en este México que nos tocó vivir); y, la segunda, a muchos kilómetros de aquí, en ese territorio que sólo conocemos (al menos la mayoría de tus mortales lectores) gracias a las imágenes de los diarios, las revistas o la televisión: Irak. Vidas que nunca se tocan (como sí lo hacen en No será la tierra) salvo porque coinciden en este tiempo que tú centras en el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.

Imagino a Ana como un ser agobiado por su circunstancia, su familia, su tiempo… a la que no le queda nada más que ajustarse, a pesar de su rebeldía interior, a ese mundo de apariencias que la sociedad le ofrece. De casi igual manera, Laila es una condenada a una vida que no eligió y de un destino del que no puede huir: el salvajismo de una venganza vuelta guerra y el castigo en contra de los culpables que padecen los inocentes. Y a un costado de esas vidas, por demás paralelas, una pluma que las une en la literatura, las presenta, las recrea y las determina, que es la tuya, pero que es manejada por un ser que no deja de rebelarse contra el destino que, paradójicamente, él mismo se ha formado, pero del que no tiene todos los hilos.

Caray, Jorge, en qué laberintos nos metes como lectores. Mas conste que no es un reclamo si no la alegría de verte como un escritor que, a pesar de múltiples y variadas responsabilidades, te das un tiempo de no sé donde para seguir urdiendo y tejiendo historias y para hacernos recordar nuestro pasado reciente nacional: el de los fraudes de 1988 y 2006, y el de este mundo que fue violentamente parido al nuevo siglo y al nuevo milenio aquella mañana del martes negro del 11 de septiembre del 2001.

Te doy un abrazo y mis mejores deseos para que nos sigas regalando tus mentiras verídicas en forma de novela o novcuema.

Tu amigo

José Antonio Galván Pastrana

jueves, 27 de noviembre de 2008

Juan Villoro, El libro salvaje


A Víctor Vallejo Verón, por las muchas generaciones
que aún deben saber de él, por él y con él los secretos
de las imágenes fotográficas y televisivas

La historia detrás del libro

Escribe Juan Villoro, en diversos pasajes de esta obra, que “los libros buscan a sus lectores”. Éste es el caso. El viernes 21 de noviembre fui a la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo a comprar la última novela de Jorge Volpi, El jardín devastado; ahí ya estaba agotada. Salí con cierto grado de tristeza pero con la esperanza de encontrarla en los estantes del Fondo de Cultura Económica. Al entrar me pareció oír la voz de Juan Villoro. Voltee y lo vi cómodamente sentado en un mullido sillón allí, en medio de los anaqueles, los aparadores y los muchos libros del Fondo. Conversaba con una jovencita. Luego me di cuenta que una cámara de tv apuntaba hacia ellos. “Es una entrevista”, me dije.

Recorrí los pasillos en busca de mi presa hasta que la encontré. Mientras, escuchaba de manera entrecortada que Villoro hablaba de un tal Juanito y su gusto infantil por los programas de televisión, y que si ya entrado en edad se había interesado en la lectura, y que si el libro, y que si la historia, y que si la ficción… Le pregunté a uno de los vendedores si Villoro se refería a una obra en especial. Me dijo que sí, que hablaba de su texto más reciente: El libro salvaje. Se lo pedí y vi que corresponde a la colección “A la orilla del viento (libros para niños)”, una obra, además, ilustrada por Gabriel Martínez Meave. Dudé en adquirirla, pero como de Juan Villoro no había leído novelas (sólo artículos y reseñas sobre futbol), decidí comprarla.

Así es que esa misma tarde empecé a leerla, con un cierto alejamiento e imaginando que el lector no era yo con mis cuarenta y algo de años sino un adolescente de esta época, habitante de un mundo global en crisis, temeroso de la violencia en las calles y alejado totalmente de la actividad lectora, consumidor de videojuegos, a quien le aburren los choros de sus profesores y realizar las inútiles tareas escolares. Traté de ser fiel a mi decisión hasta la tarde del 26 de noviembre, cuando emocionado como un adulto menor mis ojos transitaron por los últimos surcos de la página 237 de esta novela-río.

El libro salvaje

El texto nos relata los pormenores que llevaron al protagonista a convertirse en lector. La historia es muy sencilla: debido a la separación de sus padres, Juan a los trece años es llevado a pasar sus vacaciones (dos largos meses) al domicilio de su tío Tito, quien vive en una vieja casona de la Ciudad de México, rodeado de libros y más libros, sólo acompañado por tres gatos: “uno era negro y se llamaba Obsidiana; otro era blanco y se llamaba Marfil; el hijo de ambos, mi favorito, era blanco con manchas negras y se llamaba Dominó”. Los antepasados de Tito y, por tanto, los de Juan, fueron grandes lectores que le heredaron a aquél no sólo una enorme y laberíntica casa sino lo que ella contenía: gran cantidad de ejemplares de todos los tipos, temas y tamaños.

Los personajes que actúan en esta historia (que podríamos ubicar hacia los años setenta del siglo pasado) son Juan (narrador adulto que nos cuenta lo que vivió cuando era adolescente), sus padres (ella fumadora empedernida y siempre agobiada por dolores de cabeza; él, constructor de puentes), su hermana Carmen (niña poseedora de gran cantidad de muñecos de peluche), su tío Tito (cercano a la tercera edad, que vive solo en la casa de los libros), Eufrosia (asistente del tío en labores domésticas) y Catalina, quien ayuda a sus padres en el negocio familiar (una farmacia) y que se convertirá en un personaje trascendente en esas vacaciones de Juan y en su vida futura.

Sería ocioso, por respeto a un probable lector de El libro salvaje, desentrañar las acciones de estos personajes, baste decir que es una historia que combina la realidad y la ficción cuyo propósito es invitar (sin recursos baratos) a los adolescentes o a los jóvenes a que se acerquen a la lectura, que se descubran como lectores príncipes y que se sumerjan en la alberca de emociones propia de los buenos textos literarios, o que vean a los libros como herramientas para conocer e interpretar el mundo que les rodea.

La narración corre a cargo de Juan: “Voy a contar lo que ocurrió cuando yo tenía 13 años. Es algo que no he podido olvidar, como si la historia me tuviera tomado del cuello”. El mayor atributo del otro Juan (Villoro) es haber dotado a su personaje del lenguaje propio de un adolescente, con sus gustos, temores, capacidad solidaria y, muy importante, situarlo en el umbral del mundo mágico de los que, por primera vez, se descubren enamorados.

Le invito, amigo/a lector/a a experimentar la sensación de volverse parte del juego literario en el que lo/la atrapa, con gran maestría, el señor Villoro. Recorra como adolescente o adulto adolescente o adulto en plenitud adolescente la trama de esta historia y su cierre circular.

Aparador (o citas citables)

«―Justamente quería volver a ese tema ―dijo él [Tito] muy entusiasmado―. Hay dos formas de que el libro llegue a ti: la normal y la secreta. La normal es que lo compres, te lo presten o te lo regalen. La secreta es mucho más importante: en ese caso es el libro el que escoge a su lector. A veces las dos se confunden. Crees que tú decidiste comprar un libro, pero en realidad él se puso ahí para que lo vieras y te sintieras atraído. Los libros no quieren ser leídos por cualquier persona, quieren ser leídos por las mejores personas, por eso buscan a sus lectores.» pp. 47-48

«El hombre tiene toda clase de problemas [Tito le dice a Juan], pero hay uno que me interesa mucho: no sabe medirse a sí mismo. Un sastre te mide por fuera sin ningún problema, pero el hombre se complica las cosas para medirse por dentro. Nos hace falta un sastre interior ―se metió un lápiz en la oreja, se rascó con fuerza y siguió hablando―: las calificaciones son el menú en un restaurante. Las matemáticas se me antojan tan poco como el puré de zanahorias. Merezco un cero en el tema. Como ves, hay algunas cosas en que no estoy tan mal: sé mucho de mitos y leyendas, lo suficiente de historia y hablo doce lenguas, incluyendo las vivas, las muertas y las enfermas (como el dialecto lleno de maldiciones que usan los policías en esta ciudad). Pero eso no quiere decir mucho. Las verdaderas calificaciones de alguien inteligente deberían ser éstas:
«Capacidad de conectar una idea con otra: diez.
«Capacidad de resumir lo que se aprendió: diez.
«Capacidad de pensar por tu cuenta lo que otro sabe: diez.
«El tío se quedó esperando una respuesta. Como no dije nada, agregó:
«―La mente es una máquina de pensar. Lo más importante no es atiborrarla de datos, sino aprender a usarla. Cada cabeza es una máquina distinta, así que cada quien tiene que usar su propio método para pensar.» pp. 55-56

[Diálogo entre Juan y su tío Tito]
«―¿Es posible que un libro cambie cuando lo lee otra persona? ―le pregunté.
«Le conté lo que había pasado con Catalina, sin mencionarla por su nombre.
«―Lo que dices es interesante, muy interesante ―dijo el tío; abrió el termo y el aire se llenó de olor a pipa―. Cada libro es como un espejo: refleja lo que piensas. No es lo mismo que lo lea un héroe a que lo lea un villano. Los grandes lectores le agregan algo a los libros, los hacen mejores. Pero pocas veces ocurre lo que dices. Cuando alguien modifica un libro para ti y tú puedes distinguirlo, significa que has llegado a la lectura en forma de río. Ningún río se queda quieto, sobrino, sus aguas cambian.» p. 75

[Tito]
«―Hay gente que cree que entiende un libro sólo porque sabe leer. Ya te dije que los libros son como espejos: cada quien encuentra ahí lo que tiene en su cabeza. El problema es que sólo descubres que tienes eso dentro de ti cuando lees el libro correcto. Los libros son espejos indiscretos y arriesgados: hacen que las ideas más originales salgan de tu cabeza, provocan ocurrencias que no sabías que tenías. Cuando no lees, esas ideas se quedan encerradas en tu cabeza. No sirven de nada.» p. 96

«―¡Qué rico huele! ―fue lo primero que dijo Catalina cuando la puerta se cerró detrás de nosotros.
«―¿Te gustan los cronopios dulces o salados? ―preguntó el tío.
«―No los he probado.
«―No me extraña: los acabo de inventar.
«―¿Qué son los cronopios? ―preguntó Catalina.
«―Un nuevo tipo de galleta con forma de animal fantástico. Cronopio viene de Cronos, dios del tiempo. Los salados traen recuerdos de otras épocas y saben a lágrima; los dulces provocan ilusiones y saben al azúcar de los tiempos futuros.
«―¿De dónde sacaste la receta? ―le pregunté al tío.
«―De unos cuentos de Julio Cortázar, inventor argentino.» p. 160

«Desde niño imaginaba que tenía amigos invisibles que se reunían de noche, pero no imaginé que esos amigos pudieran ser libros. Ahora lo sabía. Todo libro está dormido hasta que lo despierta el lector. Dentro vive la sombra de la persona que lo escribió.» p. 208

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
27 de noviembre del 2008

lunes, 17 de noviembre de 2008

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla


A la memoria de Rosa Muñoz, fallecida la noche
del 12 de noviembre del 2008; personaje de novela,
piedra angular de una especie de dinastía macondiana.

Una historia personal

La mañana del sábado 12 de octubre del 2002 le comenté a Sofía, mi hija, que me urgía ir a la Gandhi a comprar el nuevo libro de García Márquez, su autobiografía titulada Vivir para contarla. Desde 1981, cuando apareció Crónica de una muerte anunciada, se me metió en la cabeza la obsesión de adquirir las primeras ediciones de los nuevos libros de GGM. De ahí la urgencia de tener cuanto antes un ejemplar. Ese día no pude ir a la Gandhi y una gran intranquilidad me invadió. Acomodé mis actividades del día siguiente para ir a la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo.

Sin embargo, al llegar a casa la misma noche de ese sábado encontré, solitario sobre mi mesa de trabajo, un ejemplar de Vivir para contarla. La intranquilidad se transformó en emoción. Tomé el libro y al abrirlo me topé con una dedicatoria: «Para mi papito. / Para que con cada hoja pienses que en un lugar existe una persona que te quiere y que siempre piensa en ti: La China. / Para que cada vez que leas este libro, te venga a la memoria que te admiro y te respeto muchísimo. / Para que cada vez que veas este libro, pienses sin más ni más en alguien que te debe lo que es. / ¡Te quiero con toda mi alma! / Y por favor, no sólo pienses en mí al leer este libro, ¡piensa siempre en mí! / La China / 12-octubre-02, 7:00 PM».

Quise empezar la lectura esa misma noche, pero algo sucedió: encontré un relato sumamente complicado con abundancia de lugares y personas, con retrocesos y adelantos en el tiempo, así es que decidí no leerlo. Por esas fechas preferí quedarme con los muchos artículos y reseñas que se escribieron sobre esta autobiografía, incluido un número especial de la revista Cambio (de Colombia) que daba cuenta de la obra, y que una tarde me encontré como material de lectura en el consultorio de un dentista y que es el último ejemplar y objeto que me he robado: miré a mi alrededor y al comprobar que estaba solo en esa sala de espera, cerré la revista y la guardé en mi mochila.

Y así pasaron muchos días, tantos que completaron seis años, hasta la mañana del 27 de octubre del 2008 cuando de nuevo tomé el libro y lo empecé a leer. Lo concluí a las 00:05 horas del domingo 16 de noviembre.

Desde luego que en todo ese recorrido, como en el de mi vida misma, pensé en mi hija, La China, que se encuentra a miles de kilómetros de la Ciudad de México, en la Universidad de Notre Dame; la imaginé congelándose a temperaturas promedio de 3 grados, pero gozando de la nieve que cae para decirle cuán bella es la naturaleza. También en este camino supe de la partida eterna de mi tía Rosa Muñoz, la casi hermana de mi madre. Me consuela saber que ya no tiene más dolores ni preocupaciones en la vida, que la artritis no hará más estragos en su cuerpo y que habrá de vivir muchos años más gracias a que será recordada por cada uno de los muchos integrantes de su vasta, vastísima, descendencia.

Vivir para contarla

Como ya lo he dicho y casi todos los lectores lo saben, ésta es la primera parte de la autobiografía de Gabriel García Márquez. A diferencia de mi primera impresión, engendrada en el 2002, el relato no tiene nada de complejo y sí mucho de ejemplar: presenta un orden tan detallado y perfecto que hasta parece una novela garciamarquiana.

A lo largo de sus 579 páginas acompañamos parte de la vida de García Márquez (en especial entre sus veinte y sus treinta años), aquella que lo engendra como escritor; sufrimos su pobreza familiar y personal, nos interesamos en su vocación de lector y escribiente, estamos con él en la soledad de la sala de redacción o del cuartucho en que vive; asistimos al nacimiento de sus primeros artículos periodísticos, sus primeros cuentos, sus primeros reportajes y su primera novela. Somos testigos del llamado “Bogotazo”, ocurrido el 9 de abril de 1948, cuando el líder opositor Jorge Eliécer Gaitán es asesinado a pleno día en el centro de Bogotá. Nos convertimos en amigos de sus amigos en Barranquilla, Cartagena y Bogotá, tomamos y fumamos con él y padecemos sus resacas, en fin, constatamos los que antes muchos de sus biógrafos nos han dicho.

Los que somos seguidores asiduos de la vida y la obra de García Márquez, en realidad no encontramos datos nuevos. Por eso, Vivir para contarla es como un cuento repetido sobre el personaje, sólo que en esta ocasión, relatado por él en primera persona, de viva voz. Así, como para reafirmar que García Márquez es quizá el escritor del que más se sabe de su vida personal, incluso con algunos polvos de su vida privada. Y no podría ser de otra forma, porque al leer su autobiografía el lector se va encontrando con las escenas y los personajes que ha visto en los cuentos y las novelas de este autor. Como él señala, sus historias y sus actores surgen de las imágenes y de las personas que se va topando a su paso.

Por ello, en esta autobiografía nos encontramos con los motivos generadores de La hojarasca, la esperanza del general Nicolás Márquez (abuelo de Gabriel) por recibir la pensión que nunca llega y que es el germen de El coronel no tiene quien le escriba, los pasquines que acaban con los honores personales y familiares (suceso ocurrido en Sucre) que inspiran La mala hora, el asesinato (también en Sucre) de Cayetano Gentile que se vuelve drama literario en Crónica de una muerte anunciada. Los enigmas de la vida de un héroe latinoamericano, Simón Bolívar, que se plasmará en El general en su laberinto y, por supuesto, sus empeños y luchas personales por escribir La casa, que luego será Cien años de soledad.

Y junto con ello, las combinaciones de actitudes, costumbres, vestimentas, oficios, frases contundentes, que GM retoma de las personas “de carne y hueso” para conformar a sus propios personajes: la niña que come tierra, la tía que cose su mortaja, la abuela ciega, el abuelo que fabrica pescaditos de oro, el pueblo que se opone al entierro de un ateo que vive en concubinato, la explotación de la United Fruit Company, la huelga bananera y el asesinato de los jornaleros del banano, los tíos que llegan con su cruz de ceniza, la guerra de los Mil Días, la finca Macondo…

Vivir para contarla tiene, como telón de fondo, la lucha política entre conservadores y liberales en una Colombia premoderna que, ante la falta de acuerdos democráticos, debe conformarse con los golpes de Estado y el gobierno de los militares, sus excesos de violencia, sus acciones represivas y sus toques de queda.

Por último, debemos creer que todo lo escrito por García Márquez en Vivir para contarla es cierto, aunque como él lo apunta en el epígrafe: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla».

Aparador (o citas citables)

«―Mira ―me dijo―. Ahí fue donde se acabó el mundo.
«Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en 1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano. Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria: el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla.» (pp. 22-23)

«Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos después de los bailes. Sin embargo, todavía en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que sea exagerado creer que esa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la primera estrofa:

«Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,
ahora que albando la toca las altas suenas campanan;
y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran,
y que los silbos serenan y que los gruños marranan,
y que la aurorada rosa los extensos doros campa,
perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas
y friando de tirito si bien el abrasa almada,
vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.» (pp. 198-199)

«Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces: Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido ―como Juan Breva― tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.
«En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podría llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera demorado cinco minutos más.
«―Buenos días, blanco ―me dijo con un tono cordial.
«Yo le contesté sin convicción:
«―Dios lo guarde, sargento.
«Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo encendido, me dijo de buen talante:
«―Llevas un olor a puta que no puedes con él.» (pp. 260-261)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
17 de noviembre del 2008

lunes, 10 de noviembre de 2008

J. Antonio Galván P., Génesis según Pastrana (minificción)


Dios dijo que nos amásemos y nos amasemos.

Una interpretación:
El paraíso era en realidad una mujer, y el árbol de la Ciencia del Bien y el Mal en verdad, en verdad os digo, no era un árbol: estaba en el centro del paraíso y provocaba tentaciones.

Conclusión:
La manzana no era manzana y la serpiente no era serpiente.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
10 de noviembre del 2008