miércoles, 30 de diciembre de 2009

Álex Grijelmo, El genio del idioma


Entre principios de octubre y mediados de diciembre leí, lenta muy lentamente, esta obra del español Álex Grijelmo. Con anterioridad le había echado un ojo a otro libro de este autor: La seducción de las palabras. Estamos, pues, ante un periodista interesado en el análisis de ésta que es nuestra lengua española, y ello queda de manifiesto en cada una de las líneas de las 252 páginas que componen El genio del idioma.

Muchos hechos sucedieron mientras leía el texto. El más doloroso en lo familiar fue la partida prematura de Carlos Peralta, primo hermano de Margarita, mi pareja. Carlos fue una piedra angular de esa especie de tribu conformada por los Munguía y sus ramificaciones en las que me encuentro atrapado. A veces El genio del idioma me sirvió para salirme de los pensamientos recurrentes con los que nos inunda el duelo. Ni hablar, así es la vida, que con la muerte nos recuerda que por eso es vida.

La idea central de este trabajo es que el idioma español está gobernado por una especie de genio, como el que surge al frotar una lámpara maravillosa. A él debemos no sólo la belleza de nuestra lengua y sus posibilidades expresivas sino la sencillez para su uso, su lógica y su coherencia.

Sobre ello argumenta Grijelmo a lo largo de los 16 capítulos de la obra. Asegura que el genio del idioma tiene un reloj, es lento, es analógico, es ordenado, es conservacionista, es melancólico, es sencillo, es preciso, es tacaño, es caprichoso, tiene mucho oído, es pacifista, es genial, está de vuelta, es —simplemente— el genio del idioma.

Lectura recomendada para todos los que desean saber más sobre el español, sus orígenes y su evolución. A veces un poco repetitiva, pero ello se compensa con datos y aspectos relevantes de este recurso social que hace posible nuestra comunicación cotidiana.

Aparador (o citas citables)

«El genio del idioma español organizó las concordancias, previó la sintaxis, se valió de los sufijos… Calentó las palabras árabes para que las usemos en nuestras expresiones más cálidas, enfrió los términos griegos para que definan las ciencias, acarició las voces indígenas que fue descubriendo y las hizo suyas, dio valor a las voces más antiguas para que las sintiésemos interiores y placenteras… Aceptó injertos de otros árboles cuyos frutos cían cerca, los regó y los asimiló para que no produjeran rechazo, y así le gustaron el “fútbol”, el “rugby”, el “tenis”, “Internet”, el “mamey”, la “yuca”, la “butaca”, el “jamón” el olor de “jardín” (que tomó del francés), la “acequia” y la “aceituna”; incorporó también la fuerza del “huracán” y de muchas otras palabras prestadas, como las vecinas “capicúa” o “kiosco”, “peseta” y “akelarre”, “cobla” y “morriña”… Y llegó un día en que se sintió satisfecho de su obra y cambió de actitud. Entonces se mostró ya muy estricto». (p. 18)

«Nuestro genio sabrá defenderse, y hará valer por sí mismo la riqueza de todo el pensamiento que anida en el diccionario. Sólo necesita tiempo. Porque se trata, no lo olvidemos, de un genio eterno. Por eso aún decimos “coche” o “carro” aunque no se inventaran con motores; por eso “colgamos” el teléfono, que ya no está en la pared sino sólo en la palma de la mano; por eso “tiramos” o “jalamos” de la cadena al pulsar el botón que la cisterna nos ofrece; por eso “embarcamos” en un avión o “navegamos” en la Red para buscar una “página”; por eso “corremos” en nuestro auto aunque estemos sentados en él (¡kur, kur!). Las palabras perduran por los siglos de los siglos, aunque nuestra vida sea ya tan distinta». (pp. 20-21)

«El español concentra ahora, pues, toda la actividad en -ar para formar verbos a partir de sustantivos. Y uno de los hechos que demuestran la longevidad del genio de la lengua hasta nuestros días —el mismo genio de entonces— nos lo aporta la curiosa circunstancia de que esta norma se mantiene igual en la actualidad que hace mil años.

«A esa primera conjugación se adscriben ahora neologismos radiantes como “esponsorizar”, “atachear”, “chatear”, “linkar”, “liderar”, o el atroz “emailear”; pero también palabras legítimas creadas con los propios genes del español y que el genio bendice, como “ningunear”, “piratear”, “sambear”, “salsear”, “mensajear”, “telefonear” o “televisar”. Cualquier hablante que se proponga crear un verbo acudirá a esta desinencia, siguiendo inconscientemente los deseos seculares de nuestro amigo el genio. A nadie se le habría ocurrido decir por primera vez —ni por segunda ni tercera— “emaileír”, “esponsoricer”, “piratecer” o “telefoneír”. Porque eso iría contra el genio del idioma». (pp. 27-28)

«Segmentado el tiempo de otra forma, y centrándonos en los documentos escritos, podemos comenzar con la época preliteraria (siglos VII a XII), en que el castellano se va alejando del latín vulgar, toma helenismos por el contacto comercial del Mediterráneo y se manifiesta ya por escrito en las Glosas Silenses y las Glosas Emilianenses (siglo X). Después nos adentramos en la época de la iniciación literaria (siglos XII y XIII), con la aparición del Poema de Mío Cid (en torno a 1140) y el fuerte impulso y exaltación del idioma a cargo del rey Alfonso X el Sabio. La época preclásica (siglos XIV, XV y principios del XVI) nos ofrece ya un castellano que comienza a ser fijado en la literatura, con don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Juan de Mena… Y le sigue la época clásica y barroca (siglos XVI y XVII): Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, Quevedo… y Cervantes. Más tarde llegaría la época academicista (siglo XVII), donde predomina la reflexión frente a la creación, se establecen las normas sobre el idioma y llegan muchos galicismos que se acaban adaptando al genio del castellano. En 1713 se crea la Academia Española; en 1726 aparece su primer diccionario, denominado Diccionario de Autoridades. Y en 1871 nace la primera academia de Hispanoamérica, la Academia Colombiana de la Lengua». (p. 50)

«El genio del idioma español es ordenado. Sin duda consideró enseguida que el orden en las palabras determina el orden en el pensamiento, y por eso ha establecido una coherencia en la sucesión de los términos y una relación entre los tiempos verbales. Incluso la persona más caótica en vida particular o profesional suele ser ordenada con la sintaxis, poseída por el espíritu interno de la lengua». (p. 79)

«Hace muchos siglos que el genio intenta implantar un orden. Por eso estableció las concordancias de género y de número. Y las correspondencias sintácticas (“si el equipo ganase, se clasificaría primero”; “si el equipo gana, se clasificará primero”). Fue acomodando todas las terminaciones y dotándoles de cierta lógica. “La cuchar” y “las cuchares”, como se decía antiguamente, se convierten en “la cuchara” y “las cucharas”; “la infante” pasa a ser “la infanta”…

«Y vemos de nuevo que el genio sigue vivo ahora —y que es el mismo—, porque median muchos siglos entre el cambio de “la infante” por “la infanta” y los más recientes que nos conducen ya a decir “la gerenta”, “la parienta”, “la presidenta”… Y, aunque las diferencias de formación entre aquélla y éstas sean evidentes, el hablante percibe la posibilidad de cambio, y ésta le llevará quizás a pronunciar algún día “la almiranta” cuando así lo necesite, entre otras razones porque ya existe “giganta”, por ejemplo. Cambios que se registran conforme el genio entiende que la palabra recibe más la fuerza del sustantivo que del participio presente». (pp. 86-87)

«En la actualidad, Internet y todo el mundo nuevo de la informática están imponiendo, es cierto, un vocabulario especializado. Sin embargo, nos encontramos ante una situación que el genio ya conocía y sobre la que había tomado decisiones en tiempos lejanos. Si analizamos aquéllas, podemos imaginar qué sucederá con éstas.

[…]

«Pues bien, en el caso de la informática “mensaje” es anterior a mail; “enlace” precede a link; y “conectar” y “enchufar” se conocen antes que plugin. Y, por supuesto, el prefijo griego cíber- cumple con ventaja (y con más antigüedad) el papel de la raquítica e que en inglés (menos rico que el español en la creación de palabras mediante prefijos, infijos y sufijos) sirve para abreviar el concepto “electrónico”. Por eso podemos decir “cibermensaje”, “cibercorreo”, “ciberdirección”, “ciberbuzón” (términos estos que un norteamericano común no sabría diferenciar, pues en todos los casos diría e-mail), o “cibercafé”, “ciberforo” y “cibercharla”. El genio del idioma conoce bien esos recursos para la formación de palabras». (pp. 107-109)

«La tendencia natural del idioma es la palabra llana, que no en vano se llama así. De las 92.000 entradas del diccionario, son las llanas o graves (acento tónico en la penúltima sílaba) 72.500 (el 71 por ciento). “Casa”, “mesa”, “silla”, “circo”, “campo”, “bosque”, “árbol”… El léxico del español está inundado de palabras sencillas y llanas. Las palabras agudas son sólo el 19 por ciento (“avión”, “color”, “querer”, “motor”…).

«El sonido de nuestro idioma invita a hablar con llaneza. Las esdrújulas son muy escasas (“último”, “índice”, “pérgola”, “águila”…), y no digamos las sobresdrújulas (“rápidamente”, “acapáraselo”, “déjanoslo”…). Y no se puede defender que esdrújulas y sobresdrújulas desagraden al genio, pero sí podemos deducir que no las tiene como preferidas, porque hay menos esdrújulas entre las palabras patrimoniales que entre los compuestos griegos y los cultismos latinos». (pp. 141-142)

«…Tiene que haber un genio del idioma, pero no un ser único con fisonomía individual. ¿Quién es el genio del idioma? El genio del idioma lo formamos todos los hablantes de nuestra lengua que hemos pisado la Tierra desde que este idioma nació, y aún recibimos la herencia de cuantas culturas nos cobijaron y nos agrandaron, y nos dieron la amplitud de miras necesaria para seguir creciendo con aportaciones nuevas que se irán amoldando a nuestro carácter, a la forma de ser que nos ha dado la historia como hispanohablantes, por encima de razas y de naciones pero apegada a una cultura que nos ha formado. Una cultura mestiza y auténtica a la vez, respetuosa de sus vecinos y dispuesta a relacionarse con ellos y a aprender de sus adelantos sin ser ellos ni sentirse inferior a ellos». (p. 250)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
30 de diciembre del 2009

jueves, 29 de octubre de 2009

Aquí sigo



Estimadas/os navegantes:

He recibido múltiples reclamos (como uno) sobre esta sequía lectora que se ha traducido en la no producción de entradas para este blog. Los reclamantes han formulado diversas hipótesis: que si perdí la vista, que si ya no tengo alumnos que redacten mis reseñas, que si ya me aburrí de leer... en fin. Puras especulaciones que, por supuesto, carecen de fundamento.

Debo informarles que, por el contrario, los últimos meses han sido para mí de mucha lectura, de esa que bien podemos calificar de “obligatoria”: por fuerza debemos hacerla. He leído una buena cantidad de tesis y, sobre todo, de reportes de experiencia profesional, elaborados por profesores que se graduarán como maestros. Además de los trabajos escolares clásicos: reseñas, ejercicios, autobiografías...

La lectura placentera, es decir, aquella que se hace por gusto y decisión propia, también la he llevado a cabo en grandes cantidades. El último mes me ha dado por comprar cuanto libro me interesa. No, mejor dicho, el último mes he buscado un libro (la biografía de García Márquez, escrita por Gerald Martin) y al no encontrarlo he comprado casi todo lo que me ha interesado. Así, estoy a la mitad de un texto de Álex Grijelmo: El genio del idioma (seguramente sobre éste versará la próxima entrada). Me esperan los dos últimos libros de Volpi: Oscuro bosque oscuro y El insomnio de Bolívar. También la última novela de Laura Restrepo: Demasiados héroes y una de Rosa Beltrán: Alta infidelidad y otra de Marcela Serrano: La llorona; así como varios libros de Óscar de la Borbolla; sólo por mencionar algunos.

Desde luego, le eché el ojo al ensayo que sobre García Márquez y su relación con Fidel Castro publica Enrique Krauze, en el número de octubre de su revista Letras Libres. Qué cosas con don Enrique, siempre tirándole con su pluma cuerno de chivo a los que no son sus amigos, a los que no comulgan con sus ideas. Se coloca como francotirador de todo aquello que él cree izquierdista y se asume como poseedor del intelecto iluminado y verdadero, predicador de la fe burguesa y defensor del espíritu democrático del monólogo sesudo. Sólo Krauze es capaz de ver luz donde los otros se obnubilan por las tinieblas de la razón. Por eso, este hijo adoptivo de Octavio Paz le arrimó el caballo a Carlos Fuentes y, más recientemente, a López Obrador; ahora, a Gabo.

También he practicado la lectura azarosa: que un cuento, que el capítulo de un libro, que un artículo, que un reportaje... en fin; letras que nutren nuestra cotidianidad y nos dan luz sobre los asuntos más diversos de la existencia.

Aquí sigo, lector/a. No te vayas, sígueme alentando para que este hacer continúe.

José Antonio Galván Pastrana
Col. Moderna
29 de octubre de 2009

martes, 21 de julio de 2009

Isabel Allende, Inés del alma mía


El recorrido de esta obra lo inicié en la Ciudad de México el 7 de junio. Llegué a la meta el martes 21 de julio sentado a la mesa en un restaurante de Acapulco, Guerrero, mientras acompañaba en un desayuno a mi hijo, Antonio Valentín.

Inés del alma mía es a la vez una novela biográfica e histórica. La española Inés Suárez le cuenta (y luego la dicta) a su hija-entenada Isabel, los pormenores de su vida (la de Inés) y los entretelones de su participación en el parto doloroso de un nuevo país: Chile.

Inés sitúa su fecha de nacimiento hacia el año 1500 y, ya octogenaria, es cuando reconstruye ladrillo a ladrillo sus haceres en este mundo.

Estamos ante un personaje histórico del que pocos han escrito, como ocurre generalmente con las mujeres, que parecieran no formar parte de la historia. Muy pocos se acuerdan, reconstruyen e investigan sobre la participación de las féminas en la conquista de otras naciones, las guerras, las invasiones, los desastres naturales.

En 1537, Inés Suárez toma una decisión que cambiará su vida y la de muchas personas con las que convivirá a los largo de su existencia: parte al continente americano en busca de su esposo, Juan de Málaga, aunque está consciente que las posibilidades de encontrarlo en las tierras ignotas son menos que mínimas. Desde su viaje a América, Inés debe sortear los múltiples peligros naturales y humanos de quien, en su calidad de mujer, se atreve a realizar esa aventura.

Al poco tiempo de su llegada al nuevo mundo, Inés se convence que nunca encontrará a su marido. La intuición y los testimonios contrapuestos le dan una certeza: Juan de Málaga pereció como muchos de los soldados españoles, peleando por el rey de España y buscando llevar la cruz y la “civilización” a las tierras recién descubiertas que debían ser conquistadas.

El destino cruza en Perú las vidas de Inés y de Pedro de Valdivia, a quien acompaña en la búsqueda de lo que hasta en ese momento había sido imposible: la conquista de Chile, conformado por diversos y aguerridos grupos étnicos. Pedro e Inés, finalmente, logran fundar Santiago y otras muchas ciudades, más por el deseo y la sagacidad de hacerlo que por el apoyo de la corona española o el de otras tierras americanas ya dominadas por los peninsulares.

Durante 15 años Pedro e Inés comparten los sueños de conquista, la mesa y el lecho, hasta que una traición de Pedro la obliga a casarse (para poder seguir viviendo en el nuevo mundo) con el lugarteniente del propio Pedro de Valdivia: Rodrigo Quiroga (padre de Isabel) con el que compartirá la vida durante tres décadas.

Estimado/a único/a lector/a, ya me he extralimitado en esta reseña. Se trata de que tú descubras y disfrutes esta novela. Sólo añado que el contexto está marcado por la barbarie de la conquista, por los excesos de los conquistadores, por el relato de las guerras intestinas que no sólo parieron a una nación (Chile) sino a un continente (América).

Te invito a recorrer las 350 páginas de esta historia que, junto con la autobiografía y novela histórica, es un espléndido relato de amor.

El borrador de esta entrada fue armado letra a letra, palabra a palabra, párrafo a párrafo en el bar Coco’s del hotel Crowne Plaza de Acapulco, dictado por el elíxir suculento de dos palomas de Herradura blanco, rodeado de bañistas, el correr de los vientos cargados de brisa y la música estruendosa propia de estos lugares.

Aparador (o citas citables)

«Así son la ironías de este nuevo mundo de las Indias, donde no rigen las leyes de la tradición y todo es revoltura: santos y pecadores, blancos, negros, pardos, indios, mestizos, nobles y gañanes. Cualquiera puede hacerse en cadenas, marcado por el hierro al rojo, y que al día siguiente la fortuna, con un revés, lo eleve. He vivido más de cuarenta años en el Nuevo Mundo y todavía no me acostumbro al desorden, aunque yo misma me he beneficiado de él; si me hubiese quedado en mi pueblo natal, hoy sería una anciana pobre y ciega de tanto hacer encaje a la luz del candil. Allá sería la Inés, costurera de la calle del Acueducto. Aquí soy doña Inés Suárez, viuda del excelentísimo gobernador don Rodrigo de Quiroga, conquistadora y fundadora del Reino de Chile». (p. 14)

«Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino». (pp. 29-30)

«Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque habría comenzado a tomar notas, aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo, hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad. En este relato, escrito muchos años después de los hechos, deseo ser lo más fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la fantasía. La línea que divide la realidad de la imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no me interesa porque todo es subjetivo. La memoria también está teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme carmín en la mejillas cuando vienen visitas, sino para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso que una autobiografía?» (pp. 55-56)

«Antes de continuar, debo presentar de forma especial a quien mandaba ese destacamento. Era un hombre alto y muy guapo, de frente amplia, nariz aguileña y ojos castaños, grandes y líquidos, como los de un caballo. Tenía los párpados pesados y una mirada remota, un poco dormida, que le suavizaba el rostro. […] Aunque era más joven que los otros afamados militares, éstos lo habían escogido capitán de capitanes por su valor e inteligencia. Su nombre era Rodrigo de Quiroga. Nueve años más tarde sería mi marido». (p. 142)

José Antonio Galván Pastrana
Acapulco, Gro.
21 de julio de 2009

domingo, 12 de julio de 2009

Carlos Ahumada, Derecho de réplica



A Sofía, graduada de su maestría en Notre Dame.
Ganadora del reconocimiento Magna Cum Laude.
Mitad del orgullo de mi nepotismo.

El jueves 14 de mayo inicié la lectura de este libro de Carlos Ahumada, Derecho de réplica. Revelaciones de la más grande pantalla política en México. Me encontraba en una sala del aeropuerto capitalino para abordar un vuelo con destino a Chicago y asistir a la ceremonia de graduación de La China, en la Universidad de Notre Dame. Veinte días después, el domingo 7 de junio, lo terminé cómodamente recostado en mi cama.

No estaba muy convencido de leer esta obra sobre algunos de los pasajes más recientes de nuestra historia patria. Supuse que el texto sería una diatriba en contra de Andrés Manuel López Obrador (y no me equivoqué) y muchos de los personajes del PRD (encabezados por René Bejarano). Pero lo hice porque no recuerdo haber oído, visto o leído algún programa, entrevista o reportaje en el que Carlos Ahumada hubiera establecido su postura respecto de la persecución en su contra, derivada de su participación en los videoescándalos de marzo del 2004, salvo un intento fallido de Ciro Gómez Leyva por entrevistarlo en el reclusorio; pero cuando estaba listo para la entrevista una orden “superior” impidió que ésta se llevara a cabo.

Dicen que hasta el peor criminal tiene derecho a defenderse y, aunque yo no soy juez, quise escuchar con mis ojos lo que este personaje tiene que decirnos a nosotros, ciudadanos mexicanos alejados de los juegos del poder político y económico en los que se involucró este empresario argentino-mexicano. De esta lectura, llego a unas cuantas y rápidas conclusiones:

Primera, que AMLO tenía razón cuando aseguraba que los videoescándalos eran un complot en su contra, fraguado por las altas esferas del poder político y encabezadas por el expresidente Carlos Salinas. En efecto, queda claro que Ahumada pacta con Salinas, vía Diego Fernández de Cevallos y con el apoyo de Televisa, para asestar un golpe al gobierno capitalino comandado por López Obrador. El propósito: evitar que la imagen de éste siguiera posicionándose para llegar a la Presidencia de la República en 2006. La estrategia: dar a conocer ante la opinión pública que aquello de la honestidad valiente, pregonada por AMLO, era sólo una frase mediática que nada tenía que ver con los altos índices de corrupción que imperaban tanto en el gobierno del Distrito Federal como en el Partido de la Revolución Democrática.

Segunda, que Andrés Manuel sí sabía de los tratos de sus subordinados (en especial René Bejarano) con Carlos Ahumada. Sin embargo, el político tabasqueño fue muy hábil para mentirnos y hacernos creer que él no estaba al tanto de los millonarios acuerdos que tanto el PRD como el gobierno capitalino tenían con el argentino, y que se “documentaban” con los videos difundidos en televisión. Para ello, la estrategia fue acabar con Ahumada como empresario, ventanearlo en pasajes de su vida privada (su relación con Rosario Robles, enemiga política de AMLO), perseguirlo judicialmente, vía construcción de delitos, y encerrarlo 1,131 días en la cárcel.

Tercera, que el sino de la política mexicana es la traición. Todos los políticos con los que tuvo tratos Carlos Ahumada lo traicionaron, independientemente del partido al que pertenecieran. Destaca la postura de Salinas de Gortari que sólo utilizó al empresario para hacer posible que AMLO no llegara a la Presidencia.

Cuarta, que López Obrador es un hábil político. Sabe aprovechar lo que le es contrario y lo capitaliza a su favor. El problema es que tiene una grave enfermedad: delirio de poder. Por ello evita el debate, la confrontación de las ideas, el trato y la descalificación de aquellos que no piensan como él.

Quinta, que Carlos Ahumada, como seguramente muchos otros empresarios, patrocinaba (apoyaba) las campañas de algunos de los candidatos del PRD a puestos de elección popular. Sus tratos fueron como préstamos económicos a esos aspirantes a puestos políticos, aunque el empresario sabía que difícilmente recuperaría esos recursos. Asimismo, Ahumada realizó préstamos incobrables a un buen número de periodistas.

Sexta, que los medios de comunicación, a pesar de la alternancia y la supuesta vida democrática de México, siguen obedeciendo los dictados de los poderosos de la política. Ahumada se pregunta muchas veces por qué los medios se dejaron seducir por lo dicho y no por lo evidente: miembros del equipo cercano al jefe de Gobierno capitalino y de su partido incurren en delitos, sin embargo el perseguido es el que proporciona las grandes sumas de dinero.

Derecho de réplica está conformado por las respuestas que da Ahumada a un grupo de periodistas. Éstos le enviaron cuestionarios escritos a invitación expresa del empresario. Asimismo, responde preguntas que le formularon algunos de sus familiares. Los periodistas que sí le formularon preguntas fueron: Carlos Alazraki, Ricardo Alemán, Óscar Mario Beteta, Nino Canún, Manuel Feregrino, Jorge Fernández Menéndez, Ciro Gómez Leyva, Luis González de Alba, Pablo Hiriart, Carlos Marín, Leopoldo Mendívil, Adela Micha, Ricardo Pascoe Pierce, Carlos Ramírez, Carlos Ramos Padilla, Guadalupe Rincón, Carlos Salomón y Raúl Sánchez Carrillo.

Otros fueron invitados, pero no asistieron a la fiesta: Katia D’Artigues, Guillermo Ortega, Denise Maerker, Alejandro Cacho, Sergio Sarmiento, Yuriria Sierra, Julio Hernández, Carmen Lira, Miguel Ángel Vázquez, Raúl Monge, Leonardo Curzio, Javier Alatorre, Ricardo Rocha, José Cárdenas, Joaquín López-Dóriga, Carlos Loret de Mola, Carmen Aristegui, José Gutiérrez Vivó, Javier Solórzano, Raymundo Rivapalacio y Miguel Badillo.

Aparador (o citas citables)

«El “caso Ahumada” ocupó durante meses los espacios informativos de la televisión y la radio, así como las primeras planas de la prensa escrita, con una magnitud sin precedentes en la historia reciente de nuestro país. La bola de nieve crecía día tras día, adquiriendo proporciones descomunales, y a nadie se le escapaba que la razón era muy sencilla: lo que estaba en juego en todo esto era ni más ni menos la sucesión presidencial de 2006.» (p. 12)

«Lo dije desde el primer día: fui uno de los muchos empresarios extorsionados por algunos funcionarios del Gobierno del Distrito Federal y por algunos miembros del PRD, pero fui el único en denunciar esa situación y después de cómo me ha ido, seguramente será el último.» (p. 326)

«Ese exceso de confianza me llevó a la tremenda ingenuidad de confiar en los funcionarios del gobierno del presidente Fox, en Diego Fernández de Cevallos y en Carlos Salinas. Eso es lo que hoy todavía no me perdono y por lo que me doy de topes contra la pared todos los días. Si no hubiera tenido esa ingenuidad, de alguna manera, las consecuencias que viví y lo que vivió mi familia podrían haber sido distintas.» (pp. 326-327)

PD. Agradezco a un posible único lector, identificado como Armando, su mensaje para que actualizara este blog.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
12 de julio del 2009

domingo, 26 de abril de 2009

J. Antonio Galván P., Lectura en tiempos de influenza (porcina)


La influenza porcina no se crea ni se destruye, solamente se contagia

Estimado/a único/a lector/a:

El virus de la no lectura me invadió antes de que el gobierno mexicano tomara medidas urgentes y causantes de pánico masivo con eso de la influenza porcina.

Me encuentro en caso de severa inlectura. Nada de lo que leo me satisface, no le hinco el diente a los nuevos libros que empiezo a leer. Ante eso, he dedicado mis momentos de leedor a pasar mi vista por artículos y reportajes de Nexos, Letras Libres, Proceso o Emeequis, y me he convertido en lector frecuente de diarios: La Jornada, Milenio, Reforma, El Universal, eso sí, en sus versiones “weberas”.

Los dos últimos libros que leí me dejaron una especie de vacío, de insatisfacción, de expectativas no cumplidas.

El primero fue Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Sé que es el preferido de mi amigo Paco López, quien me lo recomendó al igual que muchas otras de mis amistades. Con esta obra me pasó lo mismo que con aquellas películas que de tanto que te las recomiendan acaban por desilusionarte.

En el largo periodo del 10 de febrero al 7 de abril, en tres escenarios: Ciudad de México, Chihuahua y Acapulco, leí esta novela cuya protagonista subterránea es Cesárea Tinajero, que es buscada por dos detectives: Arturo Belano y Ulises Lima, poetas de baja monta que tratan de continuar el grupo de los real visceralistas, fundado por la primera; además de una primera voz: la de Juan García Madero, que narra la primera y la tercera partes de la novela, ocurridas entre 1975 y 1976. La segunda parte de la obra (de 1976 a 1996) es una polifonía en la que participan aquellos que conocieron a Cesárea, Belano y Lima.

El lector, o sea este amanuense, nunca se involucró en el relato. No se emocionó ni se motivó, no logró momentos sublimes de lectura, ni siquiera oyó latir aceleradamente a su corazón ni las lágrimas salieron de sus ojos.

La segunda lectura, fue la del libro de Héctor Aguilar Camín, La tragedia de Colosio, que inicié en el puerto de Acapulco el miércoles 8 de abril y concluí el sábado 11 (Sábado Santo), en la Ciudad de México.

Ésta me dejó una sensación de engaño. Apareció, aparentemente, para recordar los 15 años del suceso fatídico que representó el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia de la República por el PRI para el sexenio 1994-2000. Sin embargo, el libro fue escrito cinco años antes, y tanto el autor como la editorial (Planeta) no tomaron las previsiones para hacernos sentir, como lectores, que estamos ante una obra recientemente escrita.

El texto abunda en datos y personajes de sobra conocidos, y reproduce lo que otros muchos ya han escrito sobre esta parte nefasta de nuestra historia reciente. Esta novela sin ficción (pues así la titula el autor), no tiene nada de novela. Rescata las declaraciones de las personas que se presentaron ante el cuarto fiscal nombrado para tratar de esclarecer el caso. El texto se basa en "La relatoría publicada por el fiscal Luis Raúl Gutiérrez Pérez [que] es una de las obras más apasionantes y menos leídas de nuestra historia reciente. Se titula Informe de la investigación del homicidio del licenciado Luis Donaldo Colosio (México, Procuraduría General de la República-Quimera Editores, 2000). Consta de cuatro volúmenes: I. El crimen y sus circunstancias; II. El autor material; III. Posibles cómplices o encubridores; IV. Entorno político y narcotráfico" (p. 13). Nada novedoso para quienes hemos seguido, a lo largo de los años, este episodio.

Como sea, dedico estas lecturas y estas líneas a La China, que se encuentra viviendo una etapa intensa de producción intelectual en Notre Dame.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
25 de abril del 2009

sábado, 28 de febrero de 2009

José Manuel Villalpando y Alejandro Rosas, Muertes históricas


Pareciera que acudimos a un momento de reescritura de la historia nacional y de la vida de sus personajes. Pareciera que los historiadores y biógrafos no están convencidos de las versiones anteriores (unas oficiales y otras oficiosas) y por ello se empeñan en levantar las piedras bajo las que se esconden nuevos datos o se cubren de silencio pasajes nada agradables de la vida de nuestros héroes.

También asistimos a una especie de reivindicación de los villanos. Por ello un personaje histórico como Agustín de Iturbide es revalorado por los gobiernos panistas. De igual forma, la discusión y el debate sobre si los restos del dictador Porfirio Díaz debieran ser repatriados (como parte de los festejos del centenario de la Revolución) comienzan a cobrar fuerza.

En esta moda y en este contexto se inscribe esta obra de los historiadores (mediáticos, por cierto) Villalpando y Rosas: Muertes históricas. De Hidalgo a Trostky. Los últimos días de los personajes que marcaron el rumbo de México.

El relato de las últimas horas de vida de los personajes seleccionados nos permite, en algunos casos, comprender las mechas de su existencia personal que han sido guardadas para no dinamitar las estatuas labradas por el oficialismo. Por eso se nos presentan como hombres íntegros (las mujeres héroes son muy pocas) que ofrendaron lo mejor de sus ideas y sus haceres en beneficio de la Patria.

Estimado/a único/a lector/a de este gajo de blog, el libro de Villalpando y Rosas lo encontrarás divido en cuatro capítulos: Independencia (Miguel Hidalgo, José María Morelos, Agustín de Iturbide y Manuel Mier y Terán), Las sangrientas décadas del Siglo XIX (Daniel Thomas Egerton, los Niños Héroes, Leonardo Márquez, Arteaga y Salazar; Maximiliano, Miramón y Mejía, y Benito Juárez), Revolución (Porfirio Díaz, Madero y Pino Suárez, Emiliano Zapata, Felipe Ángeles, Venustiano Carranza, Pancho Villa, Francisco R. Serrano y Álvaro Obregón) e Intelectuales (Manuel Acuña, Antonieta Rivas Mercado y León Trostky).

Quizá concluyas, junto conmigo, que los sinos de nuestros héroes y nuestros villanos nacionales fueron marcados por esa afición tan propia de la naturaleza humana, en especial de los mexicanos que hemos hecho de ella un deporte: la traición.

El recorrido por las 203 páginas de esta obra, cuya primera edición se publicó en el 2008, lo inicié el 27 de enero y lo concluí el 8 de febrero, en dos escenarios: las ciudades de México y Tlaxcala. Esta lectura fue determinada por una sabrosa plática que tuve con el doctor Ernesto Filio en los pasillos de la UPIITA. En esa ocasión, él comentaba muy emocionado los pormenores de la obra, yo no pude resistirme a verificar cuánta razón le asistía.

Aparador (o citas citables)

Hidalgo

«Allende no compartía las ideas de Hidalgo de permitir que la plebe que los seguía saqueara y asesinara. Es más, quiso oponerse a él pero sin conseguirlo. En Guadalajara conspiró para envenenar al padre Hidalgo pero no pudo hacerlo porque la fanática guardia de indios que rodeaba siempre al cura, se lo impidió. Disgustado con el sacerdote caudillo, Allende no tuvo más remedio que rumiar su impotencia, contentándose con llamar a Hidalgo con su apodo: “El bribón del cura”. Sin embargo, la derrota de Puente de Calderón le daba la oportunidad de deshacerse de él. Decidió quitarle el mando, despojarlo de su autoridad. Contaba con el apoyo de varios de los generales insurgentes y así se atrevió a enfrentársele. Hidalgo mismo narró después los sucesos: “en dicha hacienda fue amenazado por el mismo Allende y algunos otros de su facción… de que se le quitaría la vida si no renunciaba al mando”. A partir de entonces, Hidalgo continuó con los insurgentes, pero en carácter de prisionero, porque Allende expidió la orden de que “se le matase si se separaba del ejército”.» (p. 14)

«El fiscal Abella comprendió que los múltiples asesinatos de españoles era el flanco vulnerable de Hidalgo, y lo atacó diciéndole que su mayor crimen eran los “alevosos asesinatos” de inocentes, preguntándole por qué no los sometió a juicio antes de condenarlos. Hidalgo respondió que no tenía caso porque, en efecto, eran inocentes. Aceptó su culpa de haber tolerado y hasta haber ordenado él mismo las matanzas, con la atenuante de que se vio obligado por el clamor de la muchedumbre y de que “el frenesí se había apoderado de él y que le nubló la vista”. Confesó entonces que se arrepentía. Pero sólo de eso, de las matanzas de inocentes y no de haber iniciado la revolución de independencia, cuya causa seguía considerando como justa y santa.» (p. 17)

Morelos

«[…] muy a pesar de las notables cualidades que el “siervo de la nación” tenía, a pesar de sus grandes virtudes como militar y como estadista, lo que perdió a Morelos fueron sus pasiones y sus defectos, que fueron aprovechados por sus enemigos para tenderle la trampa mortal que les permitió atraparlo. En efecto, tremendamente humano, Morelos era un hombre capaz de generar los más altos y visionarios conceptos políticos, era capaz de sembrar en la imaginación y en los anhelos de sus contemporáneos la esperanza de una patria más justa, era capaz de concebir los más atrevidos planes para la campaña militar exitosa, era capaz de elegir de entre los mejores a sus subordinados, la pléyade de insurgentes que él reclutó y que lo ayudaron a combatir con éxito a los realistas. Era capaz también de subordinar sus pocas ambiciones y su orgullo de caudillo a los mandatos del Congreso que él mismo había creado y a quien juro obediencia. De todo era capaz José María Morelos y Pavón, pero al mismo tiempo, era capaz de perderlo todo cuando estaba de por medio una mujer, pues en ese momento abandonaba su carácter de generalísimo de la insurgencia, de estadista, de “siervo de la nación” y hasta de sacerdote, con tal de conseguir los favores y caricias de aquella con la que se había encaprichado.» (pp. 21-22)

Agustín de Iturbide

«El propio don Agustín, desde su exilio en Liorna, Italia, vislumbró que el juicio de sus contemporáneos y de futuras generaciones podría ser tan adverso que concluyó sus memorias escribiendo: “Cuando instruyáis a vuestros hijos en historia de la Patria, inspiradles amor al primer jefe del ejército trigarante quien empleó el mejor tiempo de su vida en trabajar porque fuesen dichosos.» (p. 38)

Mier y Terán

«Todo mundo coincidía en que se trataba de un hombre brillante, excepcionalmente inteligente, talentoso, educado, culto, de buenos modales, en suma, el indicado para ocupar la Presidencia de la República y el único capacitado para sacar al país del atolladero político en que se encontraba. ¿Quién más que él?, pues su único rival en popularidad, el único que podía disputarle la silla presidencial era su antiguo compañero de armas, Antonio López de Santa Anna […]» (p. 39)

«Sin embargo, Mier y Terán también tenía defectos mayúsculos: era sumamente soberbio, intolerante, envidioso y pendenciero. Cuando la victoria en Tampico se debió a él y Santa Anna le había robado los reconocimientos, tuvo que soportar mordiéndose los labios la indiferencia del gobierno que no lo recompensó como se merecía. Pero esta fue la única ocasión en que controló su ira y su mal humor, porque otras veces las hacía estallar sin importarle las graves consecuencias de su bilioso proceder». (p. 42)

«En efecto, a la mañana siguiente, la del 3 de julio de 1832, muy temprano, al amanecer, Manuel Mier y Terán, después de asearse y vestirse, salió solo, sin acompañamiento, al lugar mismo donde estaba enterrado Iturbide. Por unos instantes miró la tumba del libertador y luego caminó unos pasos hacia donde estaba una pared. Enseguida desenfundó su espada y la colocó, encajándola por el puño, en una hendidura. Se puso de frente al filoso y puntiagudo acero y acercó su pecho a la punta, acomodándola a la altura de su corazón. Suspiró, quizá rezó alguna plegaria, y decidido se arrojó con fuerza sobre la espada. El metal penetró a través de sus costillas hasta el corazón. Los médicos que le hicieron la necropsia, encontraron el músculo cardiaco partido a la mitad. Sus ayudantes lo encontraron minutos después, impresionados por la tragedia y por la grotesca manera en que se había quitado la vida Manuel Mier y Terán.» (p. 45)

Maximiliano, Miramón y Mejía

«Después de un mes de cautiverio y varios días deliberando, el 16 de junio de 1867, el consejo de guerra condenó a muerte a Maximiliano, Miramón y Mejía y dispuso que la ejecución se llevara a cabo a las tres de la tarde. Los hombres se dispusieron a morir pero en el último instante se pospuso la ejecución para el día 19 por la mañana. La agonía se prolongó tres días más.

«Cerca de las 4 de la mañana del 19 de junio, los tres hombres se prepararon nuevamente para morir. Escucharon misa y con asombrosa tranquilidad desayunaron pollo, pan, café y media botella de vino tinto. Los tres hombres salieron de convento de Capuchinas donde se encontraba su prisión y subieron a los carruajes. Al salir, Maximiliano observó el cielo y exclamó: “¡En un día tan hermoso como éste quería morir!” Sin quererlo, Juárez se lo había concedido.» (pp. 87-88)

Benito Juárez

«De acuerdo con las crónicas de la época, ningún otro funeral conmovió tan profundamente a la sociedad capitalina como el de Benito Juárez. El cuerpo permaneció expuesto varios días en Palacio Nacional, miles de personas acudieron para darle el último adiós al hombre que había cincelado su propia memoria a lo largo de 14 años en la Presidencia.» (p. 100)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
28 de febrero del 2009

miércoles, 21 de enero de 2009

Markus Zusak, La ladrona de libros

A la memoria de Jesús Pérez Castro.
piedra angular de mi niñez y juventud.
Contrario a la convicción que me impuse hace muchos años de no leer traducciones, salvo las de las obras de Saramago, mi primera lectura completa en este 2009, del 3 al 21 de enero, fue la novela del joven escritor australiano Markus Zusak: La ladrona de libros.

Cuánta razón tiene Juan Villoro al afirmar que los libros escogen a sus lectores. A finales del 2007 vi esta obra en las pilas de novedades de la librería Gandhi, y desde entonces la ladrona me lanzó un guiño. Escuché un susurro que me decía: “llévame”, pero me resistí por mucho tiempo. Un año debió pasar para que ese ejemplar de pasta oscura, con la fotografía de una adolescente de largas trenzas que lee recostada sobre una superficie de madera, me convenciera. En diciembre del 2008, al darme mi autorregalo de libros la voz de la ladrona fue estruendosa y, entonces, como buen mortal leedor, caí en sus páginas.

La ladrona de libros es una novela ex-tra-or-di-na-ria. Su principal atributo es la sencillez, aunada al ritmo constante en que Zusak presenta los acontecimientos, sin detenerse en detalles superfluos y, por el contrario, adelantando secesos que después serán desarrollados. Por eso, el acto de leer se vuelve gozoso y apetecible, sin enredos ni complicaciones.

La historia es vista, seguida, analizada, comentada y contada por una testigo muy especial: la muerte: Y ese recurso, a la vez original y creativo, permite que un relato cargado de dolor y tragedia, disminuya sus dimensiones de catástrofe:

Una pequeña verdad
No llevo ni hoz ni guadaña.
Sólo cuando hace frío visto un hábito negro sin capucha.
Y no tengo esos rasgos faciales de calavera que tanto parece que os gusta endilgarme, aunque a distancia. ¿Quieres saber qué aspecto tengo en realidad? Te ayudaré. Ve a buscar un espejo mientras sigo. (p. 308)

Lo cierto es que durante los años que duró la hegemonía de Hitler, nadie logró servir al Führer con mayor lealtad que yo. El corazón de los humanos no es como el mío. El de los humanos es una línea, mientras que el mío es un círculo y poseo la infinita habilidad de estar en el lugar apropiado en el momento oportuno. La consecuencia es que siempre encuentro humanos en su mejor y en su peor momento. Veo su fealdad y su belleza y me pregunto cómo ambas pueden ser lo mismo. Sin embargo, tienen algo que les envidio: al menos los humanos tienen el buen juicio de morir. (p. 478)

El espacio temporal de esta historia va de 1939 a 1943: casi toda la segunda guerra mundial; mientras que el físico, es un pequeño poblado de Alemania: Molching, y dentro de éste una calle: Himmelstrasse.

Panorámica de Himmelstrasse
Los edificios parecían soldados unos a otros, casitas y bloques de pisos de apariencia nerviosa.
Había nieve sucia en el suelo como si fuera una alfombra.
Había cemento, árboles parecidos a percheros vacíos y un aire gris. (p. 30)

La protagonista es la niña-adolescente (de 10 a 14 años) Liesel Meminger, la ladrona de libros (aunque en realidad es excesivo llamarla ladrona, es algo así como una rescatadora de obras). Su primer libro “robado” fue Manual del sepulturero (el 13 de enero de 1939), el segundo El hombre que se encogía de hombros (20 de abril de 1940), y el tercero Una canción en la oscuridad. Su aprendizaje y gusto por la lectura, en particular, y de las palabras, en general, la lleva a escribir su historia La ladrona de libros:

Página 1
«Intento hacer oídos sordos, pero sé que todo empezó con el tren y la nieve y la tos de mi hermano. Ese día robé el primer libro, un manual para cavar sepulturas. Me hice con él de camino a Himmelstrasse…» (p. 509)

Última línea
«He odiado las palabras y las he amado, y espero haber estado a su altura.» (p. 511)

Sería ocioso que aquí te reseñara los principales sucesos de la obra, sólo te cuento, posible lector/a, que en ésta encontrarás personajes que se vuelven entrañables, además de Liesel, a su hermano Werner, a sus padres de acogida (adoptivos) Hans y Rosa Hubermann, a su amigo Rudy Steiner, al judío Max Vandenburg, a la esposa del alcalde Ilsa Hermann, a su vecina la señora Holtzapfel y sus hijos combatientes en la guerra, entre otros. Aquí reproduzco las descripciones que de algunos de ellos hace la muerte narradora:

Algunos datos sobre Hans Hubermann
Le gustaba fumar.
Lo que más le apetecía era liar los cigarrillos.
Trabajaba de pintor y tocaba el acordeón. Les venía muy bien, sobre todo en el invierno, porque sacaba un poco de dinero extra tocando en los bares de Molching, en Knoller, por ejemplo.
Ya me la había jugado en una guerra mundial, y luego, en la otra, a la que lo enviaron (a modo de recompensa cruel), no sé cómo, se me volvió a escapar. (p. 36)

Unos cuantos datos significativos
En 1933 el noventa por ciento de los alemanes apoyaba a Adolfo Hitler sin reserva alguna.
Eso nos deja a un diez por ciento de detractores.
Hans Hubermann pertenecía a ese diez por ciento.
Existía una razón para ello. (p. 64)

Algunos datos sobre Rosa Hubermann
Medía un metro y cincuenta y cinco, y llevaba su liso pelo castaño grisáceo recogido en un moño.
Para complementar los ingresos de los Hubermann, hacía la colada y planchaba para cinco de las casas más acomodadas de Molching.
Cocinaba de pena.
Poseía una habilidad única para irritar a casi todos sus conocidos.
Pero quería a Liesel Meminger.
Sólo que su forma de demostrarlo era un tanto extraña.
Entre otras cosas, a menudo la agredía verbalmente y físicamente con una cuchara de madera. (p. 37)

Algunos datos sobre Rudy Steiner
Era ocho meses mayor que Liesel y tenía piernas esqueléticas, dientes afilados y el pelo de color limón.
Era uno de los seis Steiner, y tenía hambre a todas horas.
En Himmelstrasse se le consideraba un poco alocado.
Esto se debía a un suceso del que rara vez se hablaba, pero al que todo el mundo se refería como «el incidente Jesse Owens»; una noche se había pintado de negro carbón y había corrido los cien metros en el estadio local. (p. 51)

Max Vandenburg
En noviembre de 1940, cuando Max Vandenburg llegó a la cocina del número treinta y tres de Himmelstrasse, tenía veinticuatro años. Parecía que la ropa le pesara y su extenuación era tal que un pico habría podido partirlo en dos. Estremecido se quedó agitando la puerta. (p.188)

Visita guiada al sufrimiento
A su izquierda,
tal vez a su derecha,
incluso puede que al frente,
hay una pequeña habitación a oscuras.
Ahí espera sentado un judío.
Apesta.
Está famélico.
Está asustado.
Por favor, intenta no apartar la vista. (p. 141)

UNA LECTURA PERSONAL

Durante el recorrido de las 531 páginas de esta novela, mientras la voz de la muerte me narraba la historia de Liesel, la muerte verdadera se presentó el 9 de enero, a media tarde, junto a una cama del hospital del IMSS en Apizaco, Tlaxcala. Ahí mi padrino Jesús Pérez Castro recibió su llamado. Se resistió mucho tiempo, quizá repasando su propio libro de la vida y a las once de la noche cayó en los brazos de esa señora.

Al visitarlo en su velorio, recordé lo que me dio en mi niñez y mi juventud. Lo recuerdo cuando me llevaba a nadar y se desesperaba por mi incapacidad para flotar en la alberca. Lo recuerdo comprándome mi primer reloj (un Steelco extraplano) en diciembre de 1972 y regalándome mi segundo reloj (un Orient automático) cuando supo que me habían robado el primero. Lo recuerdo contando chistes y sus estruendosas carcajadas, o su seriedad aparente cuando las cosas no marchaban bien. Pero lo que más recuerdo y le agradezco es que me dio la oportunidad de sentir que yo, al igual que mis primos, mis amigos y mis compañeros, también tenía papá.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
21 de enero del 2009

domingo, 4 de enero de 2009

Sergio Pitol, El desfile del amor


A la memoria de Oralia Munguía Moctezuma,
la tía que nos dio con su palabra y su cariño
la posibilidad de sentirnos parte de una familia.
¡Hasta siempre, Yaya!


La lectura de El desfile del amor fue por demás accidentada. La inicié el 30 de noviembre del 2008 y la concluí la mañana del sábado 3 de enero del 2009. En ese ínterin muchas cosas sucedieron: que el fin del semestre, que la llegada de Sofía procedente de Notre Dame, que una fiesta más otra fiesta, más otra fiesta… hasta llegar a la tarde-noche del domingo 28 de diciembre cuando la tía Oralia decidió que era tiempo de partir. Por eso esta actividad lectora fue tortuosa, interrumpida y lenta.

Ello me provocó no hincarle bien el diente a esta historia. Es, quizá, una de las que más he querido concluir y al paso de las páginas parecía alargarse más y más hasta casi el infinito.

Sin embargo, me mantuve firme en la lectura pues nunca había leído una obra de Sergio Pitol; sí, único lector, aunque tú no lo creas esa oportunidad no me la di en el pasado, a pesar de saber que Pitol es uno de los más grandes escritores mexicanos vivos.

En El desfile del amor los hechos ocurren en torno a una fecha: el 14 de noviembre de 1942, cuando el joven Erich María Pistaeur es asesinado a las afueras del edificio Minerva, en la Ciudad de México. En ese hecho criminal, además, resultan heridos el hijo de Delfina Uribe y un periodista de apellido Balmorán.

En 1973, a su regreso a México, el historiador Miguel del Solar, se da a la tarea de reconstruir ese evento, con el propósito de escribir el libro El año 42, al que consideraba como clave para entender el presente de su país, pues, según el historiador, en el 42 habían confluido sucesos diversos que prefiguraban la vida política de México en el primer lustro de la década de los 70.

El interés de Del Solar está determinado porque él era un habitante del edificio Minerva cuando ocurrió el fatal suceso de noviembre del 42, sólo que era un niño de apenas 10 años, por lo que su memoria no podía registrar con exactitud a todos los actores y mucho menos los hilos que los movían a la acción.

Gracias a entrevistas, Del Solar busca entender y desmembrar los acontecimientos, así como identificar a los actores, pero las opiniones de éstos más que aclarar la historia la enredan, pues cada uno parece justificarse moral e históricamente manchando la imagen de los otros; todos están de acuerdo en el parteaguas que representó en su vida el 14 de noviembre de 1942, pero también pareciera que todos quisieran o bien olvidarlo o hacerlo aún más complejo.

Como lectores, escuchamos las versiones de Eduviges Briones, tía de Del Solar, del pintor Julio Escobedo y su esposa Ruth, del periodista (luego librero) Belmorán, de la hija de Ida Werfel y de la empresaria galerista Delfina Uribe. Todas ellas parecen contraponerse para llenar de humo el suceso-motivo de la novela. A Del Solar le corresponde preguntar, apuntar e ir atando los cabos para dar contexto y sentido a lo que sucedió en el edificio Minerva “[…] pues en él se habían alojado refugiados de distintas nacionalidades, corrientes y matices. Además de los extranjeros, en aquel edificio convivían, hacia los años cuarenta, familiares de revolucionarios mexicanos con gente ligada a la reacción más extrema”. (p. 75)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
4 de enero del 2009