sábado, 28 de febrero de 2009

José Manuel Villalpando y Alejandro Rosas, Muertes históricas


Pareciera que acudimos a un momento de reescritura de la historia nacional y de la vida de sus personajes. Pareciera que los historiadores y biógrafos no están convencidos de las versiones anteriores (unas oficiales y otras oficiosas) y por ello se empeñan en levantar las piedras bajo las que se esconden nuevos datos o se cubren de silencio pasajes nada agradables de la vida de nuestros héroes.

También asistimos a una especie de reivindicación de los villanos. Por ello un personaje histórico como Agustín de Iturbide es revalorado por los gobiernos panistas. De igual forma, la discusión y el debate sobre si los restos del dictador Porfirio Díaz debieran ser repatriados (como parte de los festejos del centenario de la Revolución) comienzan a cobrar fuerza.

En esta moda y en este contexto se inscribe esta obra de los historiadores (mediáticos, por cierto) Villalpando y Rosas: Muertes históricas. De Hidalgo a Trostky. Los últimos días de los personajes que marcaron el rumbo de México.

El relato de las últimas horas de vida de los personajes seleccionados nos permite, en algunos casos, comprender las mechas de su existencia personal que han sido guardadas para no dinamitar las estatuas labradas por el oficialismo. Por eso se nos presentan como hombres íntegros (las mujeres héroes son muy pocas) que ofrendaron lo mejor de sus ideas y sus haceres en beneficio de la Patria.

Estimado/a único/a lector/a de este gajo de blog, el libro de Villalpando y Rosas lo encontrarás divido en cuatro capítulos: Independencia (Miguel Hidalgo, José María Morelos, Agustín de Iturbide y Manuel Mier y Terán), Las sangrientas décadas del Siglo XIX (Daniel Thomas Egerton, los Niños Héroes, Leonardo Márquez, Arteaga y Salazar; Maximiliano, Miramón y Mejía, y Benito Juárez), Revolución (Porfirio Díaz, Madero y Pino Suárez, Emiliano Zapata, Felipe Ángeles, Venustiano Carranza, Pancho Villa, Francisco R. Serrano y Álvaro Obregón) e Intelectuales (Manuel Acuña, Antonieta Rivas Mercado y León Trostky).

Quizá concluyas, junto conmigo, que los sinos de nuestros héroes y nuestros villanos nacionales fueron marcados por esa afición tan propia de la naturaleza humana, en especial de los mexicanos que hemos hecho de ella un deporte: la traición.

El recorrido por las 203 páginas de esta obra, cuya primera edición se publicó en el 2008, lo inicié el 27 de enero y lo concluí el 8 de febrero, en dos escenarios: las ciudades de México y Tlaxcala. Esta lectura fue determinada por una sabrosa plática que tuve con el doctor Ernesto Filio en los pasillos de la UPIITA. En esa ocasión, él comentaba muy emocionado los pormenores de la obra, yo no pude resistirme a verificar cuánta razón le asistía.

Aparador (o citas citables)

Hidalgo

«Allende no compartía las ideas de Hidalgo de permitir que la plebe que los seguía saqueara y asesinara. Es más, quiso oponerse a él pero sin conseguirlo. En Guadalajara conspiró para envenenar al padre Hidalgo pero no pudo hacerlo porque la fanática guardia de indios que rodeaba siempre al cura, se lo impidió. Disgustado con el sacerdote caudillo, Allende no tuvo más remedio que rumiar su impotencia, contentándose con llamar a Hidalgo con su apodo: “El bribón del cura”. Sin embargo, la derrota de Puente de Calderón le daba la oportunidad de deshacerse de él. Decidió quitarle el mando, despojarlo de su autoridad. Contaba con el apoyo de varios de los generales insurgentes y así se atrevió a enfrentársele. Hidalgo mismo narró después los sucesos: “en dicha hacienda fue amenazado por el mismo Allende y algunos otros de su facción… de que se le quitaría la vida si no renunciaba al mando”. A partir de entonces, Hidalgo continuó con los insurgentes, pero en carácter de prisionero, porque Allende expidió la orden de que “se le matase si se separaba del ejército”.» (p. 14)

«El fiscal Abella comprendió que los múltiples asesinatos de españoles era el flanco vulnerable de Hidalgo, y lo atacó diciéndole que su mayor crimen eran los “alevosos asesinatos” de inocentes, preguntándole por qué no los sometió a juicio antes de condenarlos. Hidalgo respondió que no tenía caso porque, en efecto, eran inocentes. Aceptó su culpa de haber tolerado y hasta haber ordenado él mismo las matanzas, con la atenuante de que se vio obligado por el clamor de la muchedumbre y de que “el frenesí se había apoderado de él y que le nubló la vista”. Confesó entonces que se arrepentía. Pero sólo de eso, de las matanzas de inocentes y no de haber iniciado la revolución de independencia, cuya causa seguía considerando como justa y santa.» (p. 17)

Morelos

«[…] muy a pesar de las notables cualidades que el “siervo de la nación” tenía, a pesar de sus grandes virtudes como militar y como estadista, lo que perdió a Morelos fueron sus pasiones y sus defectos, que fueron aprovechados por sus enemigos para tenderle la trampa mortal que les permitió atraparlo. En efecto, tremendamente humano, Morelos era un hombre capaz de generar los más altos y visionarios conceptos políticos, era capaz de sembrar en la imaginación y en los anhelos de sus contemporáneos la esperanza de una patria más justa, era capaz de concebir los más atrevidos planes para la campaña militar exitosa, era capaz de elegir de entre los mejores a sus subordinados, la pléyade de insurgentes que él reclutó y que lo ayudaron a combatir con éxito a los realistas. Era capaz también de subordinar sus pocas ambiciones y su orgullo de caudillo a los mandatos del Congreso que él mismo había creado y a quien juro obediencia. De todo era capaz José María Morelos y Pavón, pero al mismo tiempo, era capaz de perderlo todo cuando estaba de por medio una mujer, pues en ese momento abandonaba su carácter de generalísimo de la insurgencia, de estadista, de “siervo de la nación” y hasta de sacerdote, con tal de conseguir los favores y caricias de aquella con la que se había encaprichado.» (pp. 21-22)

Agustín de Iturbide

«El propio don Agustín, desde su exilio en Liorna, Italia, vislumbró que el juicio de sus contemporáneos y de futuras generaciones podría ser tan adverso que concluyó sus memorias escribiendo: “Cuando instruyáis a vuestros hijos en historia de la Patria, inspiradles amor al primer jefe del ejército trigarante quien empleó el mejor tiempo de su vida en trabajar porque fuesen dichosos.» (p. 38)

Mier y Terán

«Todo mundo coincidía en que se trataba de un hombre brillante, excepcionalmente inteligente, talentoso, educado, culto, de buenos modales, en suma, el indicado para ocupar la Presidencia de la República y el único capacitado para sacar al país del atolladero político en que se encontraba. ¿Quién más que él?, pues su único rival en popularidad, el único que podía disputarle la silla presidencial era su antiguo compañero de armas, Antonio López de Santa Anna […]» (p. 39)

«Sin embargo, Mier y Terán también tenía defectos mayúsculos: era sumamente soberbio, intolerante, envidioso y pendenciero. Cuando la victoria en Tampico se debió a él y Santa Anna le había robado los reconocimientos, tuvo que soportar mordiéndose los labios la indiferencia del gobierno que no lo recompensó como se merecía. Pero esta fue la única ocasión en que controló su ira y su mal humor, porque otras veces las hacía estallar sin importarle las graves consecuencias de su bilioso proceder». (p. 42)

«En efecto, a la mañana siguiente, la del 3 de julio de 1832, muy temprano, al amanecer, Manuel Mier y Terán, después de asearse y vestirse, salió solo, sin acompañamiento, al lugar mismo donde estaba enterrado Iturbide. Por unos instantes miró la tumba del libertador y luego caminó unos pasos hacia donde estaba una pared. Enseguida desenfundó su espada y la colocó, encajándola por el puño, en una hendidura. Se puso de frente al filoso y puntiagudo acero y acercó su pecho a la punta, acomodándola a la altura de su corazón. Suspiró, quizá rezó alguna plegaria, y decidido se arrojó con fuerza sobre la espada. El metal penetró a través de sus costillas hasta el corazón. Los médicos que le hicieron la necropsia, encontraron el músculo cardiaco partido a la mitad. Sus ayudantes lo encontraron minutos después, impresionados por la tragedia y por la grotesca manera en que se había quitado la vida Manuel Mier y Terán.» (p. 45)

Maximiliano, Miramón y Mejía

«Después de un mes de cautiverio y varios días deliberando, el 16 de junio de 1867, el consejo de guerra condenó a muerte a Maximiliano, Miramón y Mejía y dispuso que la ejecución se llevara a cabo a las tres de la tarde. Los hombres se dispusieron a morir pero en el último instante se pospuso la ejecución para el día 19 por la mañana. La agonía se prolongó tres días más.

«Cerca de las 4 de la mañana del 19 de junio, los tres hombres se prepararon nuevamente para morir. Escucharon misa y con asombrosa tranquilidad desayunaron pollo, pan, café y media botella de vino tinto. Los tres hombres salieron de convento de Capuchinas donde se encontraba su prisión y subieron a los carruajes. Al salir, Maximiliano observó el cielo y exclamó: “¡En un día tan hermoso como éste quería morir!” Sin quererlo, Juárez se lo había concedido.» (pp. 87-88)

Benito Juárez

«De acuerdo con las crónicas de la época, ningún otro funeral conmovió tan profundamente a la sociedad capitalina como el de Benito Juárez. El cuerpo permaneció expuesto varios días en Palacio Nacional, miles de personas acudieron para darle el último adiós al hombre que había cincelado su propia memoria a lo largo de 14 años en la Presidencia.» (p. 100)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
28 de febrero del 2009