miércoles, 30 de diciembre de 2009

Álex Grijelmo, El genio del idioma


Entre principios de octubre y mediados de diciembre leí, lenta muy lentamente, esta obra del español Álex Grijelmo. Con anterioridad le había echado un ojo a otro libro de este autor: La seducción de las palabras. Estamos, pues, ante un periodista interesado en el análisis de ésta que es nuestra lengua española, y ello queda de manifiesto en cada una de las líneas de las 252 páginas que componen El genio del idioma.

Muchos hechos sucedieron mientras leía el texto. El más doloroso en lo familiar fue la partida prematura de Carlos Peralta, primo hermano de Margarita, mi pareja. Carlos fue una piedra angular de esa especie de tribu conformada por los Munguía y sus ramificaciones en las que me encuentro atrapado. A veces El genio del idioma me sirvió para salirme de los pensamientos recurrentes con los que nos inunda el duelo. Ni hablar, así es la vida, que con la muerte nos recuerda que por eso es vida.

La idea central de este trabajo es que el idioma español está gobernado por una especie de genio, como el que surge al frotar una lámpara maravillosa. A él debemos no sólo la belleza de nuestra lengua y sus posibilidades expresivas sino la sencillez para su uso, su lógica y su coherencia.

Sobre ello argumenta Grijelmo a lo largo de los 16 capítulos de la obra. Asegura que el genio del idioma tiene un reloj, es lento, es analógico, es ordenado, es conservacionista, es melancólico, es sencillo, es preciso, es tacaño, es caprichoso, tiene mucho oído, es pacifista, es genial, está de vuelta, es —simplemente— el genio del idioma.

Lectura recomendada para todos los que desean saber más sobre el español, sus orígenes y su evolución. A veces un poco repetitiva, pero ello se compensa con datos y aspectos relevantes de este recurso social que hace posible nuestra comunicación cotidiana.

Aparador (o citas citables)

«El genio del idioma español organizó las concordancias, previó la sintaxis, se valió de los sufijos… Calentó las palabras árabes para que las usemos en nuestras expresiones más cálidas, enfrió los términos griegos para que definan las ciencias, acarició las voces indígenas que fue descubriendo y las hizo suyas, dio valor a las voces más antiguas para que las sintiésemos interiores y placenteras… Aceptó injertos de otros árboles cuyos frutos cían cerca, los regó y los asimiló para que no produjeran rechazo, y así le gustaron el “fútbol”, el “rugby”, el “tenis”, “Internet”, el “mamey”, la “yuca”, la “butaca”, el “jamón” el olor de “jardín” (que tomó del francés), la “acequia” y la “aceituna”; incorporó también la fuerza del “huracán” y de muchas otras palabras prestadas, como las vecinas “capicúa” o “kiosco”, “peseta” y “akelarre”, “cobla” y “morriña”… Y llegó un día en que se sintió satisfecho de su obra y cambió de actitud. Entonces se mostró ya muy estricto». (p. 18)

«Nuestro genio sabrá defenderse, y hará valer por sí mismo la riqueza de todo el pensamiento que anida en el diccionario. Sólo necesita tiempo. Porque se trata, no lo olvidemos, de un genio eterno. Por eso aún decimos “coche” o “carro” aunque no se inventaran con motores; por eso “colgamos” el teléfono, que ya no está en la pared sino sólo en la palma de la mano; por eso “tiramos” o “jalamos” de la cadena al pulsar el botón que la cisterna nos ofrece; por eso “embarcamos” en un avión o “navegamos” en la Red para buscar una “página”; por eso “corremos” en nuestro auto aunque estemos sentados en él (¡kur, kur!). Las palabras perduran por los siglos de los siglos, aunque nuestra vida sea ya tan distinta». (pp. 20-21)

«El español concentra ahora, pues, toda la actividad en -ar para formar verbos a partir de sustantivos. Y uno de los hechos que demuestran la longevidad del genio de la lengua hasta nuestros días —el mismo genio de entonces— nos lo aporta la curiosa circunstancia de que esta norma se mantiene igual en la actualidad que hace mil años.

«A esa primera conjugación se adscriben ahora neologismos radiantes como “esponsorizar”, “atachear”, “chatear”, “linkar”, “liderar”, o el atroz “emailear”; pero también palabras legítimas creadas con los propios genes del español y que el genio bendice, como “ningunear”, “piratear”, “sambear”, “salsear”, “mensajear”, “telefonear” o “televisar”. Cualquier hablante que se proponga crear un verbo acudirá a esta desinencia, siguiendo inconscientemente los deseos seculares de nuestro amigo el genio. A nadie se le habría ocurrido decir por primera vez —ni por segunda ni tercera— “emaileír”, “esponsoricer”, “piratecer” o “telefoneír”. Porque eso iría contra el genio del idioma». (pp. 27-28)

«Segmentado el tiempo de otra forma, y centrándonos en los documentos escritos, podemos comenzar con la época preliteraria (siglos VII a XII), en que el castellano se va alejando del latín vulgar, toma helenismos por el contacto comercial del Mediterráneo y se manifiesta ya por escrito en las Glosas Silenses y las Glosas Emilianenses (siglo X). Después nos adentramos en la época de la iniciación literaria (siglos XII y XIII), con la aparición del Poema de Mío Cid (en torno a 1140) y el fuerte impulso y exaltación del idioma a cargo del rey Alfonso X el Sabio. La época preclásica (siglos XIV, XV y principios del XVI) nos ofrece ya un castellano que comienza a ser fijado en la literatura, con don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Juan de Mena… Y le sigue la época clásica y barroca (siglos XVI y XVII): Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, Quevedo… y Cervantes. Más tarde llegaría la época academicista (siglo XVII), donde predomina la reflexión frente a la creación, se establecen las normas sobre el idioma y llegan muchos galicismos que se acaban adaptando al genio del castellano. En 1713 se crea la Academia Española; en 1726 aparece su primer diccionario, denominado Diccionario de Autoridades. Y en 1871 nace la primera academia de Hispanoamérica, la Academia Colombiana de la Lengua». (p. 50)

«El genio del idioma español es ordenado. Sin duda consideró enseguida que el orden en las palabras determina el orden en el pensamiento, y por eso ha establecido una coherencia en la sucesión de los términos y una relación entre los tiempos verbales. Incluso la persona más caótica en vida particular o profesional suele ser ordenada con la sintaxis, poseída por el espíritu interno de la lengua». (p. 79)

«Hace muchos siglos que el genio intenta implantar un orden. Por eso estableció las concordancias de género y de número. Y las correspondencias sintácticas (“si el equipo ganase, se clasificaría primero”; “si el equipo gana, se clasificará primero”). Fue acomodando todas las terminaciones y dotándoles de cierta lógica. “La cuchar” y “las cuchares”, como se decía antiguamente, se convierten en “la cuchara” y “las cucharas”; “la infante” pasa a ser “la infanta”…

«Y vemos de nuevo que el genio sigue vivo ahora —y que es el mismo—, porque median muchos siglos entre el cambio de “la infante” por “la infanta” y los más recientes que nos conducen ya a decir “la gerenta”, “la parienta”, “la presidenta”… Y, aunque las diferencias de formación entre aquélla y éstas sean evidentes, el hablante percibe la posibilidad de cambio, y ésta le llevará quizás a pronunciar algún día “la almiranta” cuando así lo necesite, entre otras razones porque ya existe “giganta”, por ejemplo. Cambios que se registran conforme el genio entiende que la palabra recibe más la fuerza del sustantivo que del participio presente». (pp. 86-87)

«En la actualidad, Internet y todo el mundo nuevo de la informática están imponiendo, es cierto, un vocabulario especializado. Sin embargo, nos encontramos ante una situación que el genio ya conocía y sobre la que había tomado decisiones en tiempos lejanos. Si analizamos aquéllas, podemos imaginar qué sucederá con éstas.

[…]

«Pues bien, en el caso de la informática “mensaje” es anterior a mail; “enlace” precede a link; y “conectar” y “enchufar” se conocen antes que plugin. Y, por supuesto, el prefijo griego cíber- cumple con ventaja (y con más antigüedad) el papel de la raquítica e que en inglés (menos rico que el español en la creación de palabras mediante prefijos, infijos y sufijos) sirve para abreviar el concepto “electrónico”. Por eso podemos decir “cibermensaje”, “cibercorreo”, “ciberdirección”, “ciberbuzón” (términos estos que un norteamericano común no sabría diferenciar, pues en todos los casos diría e-mail), o “cibercafé”, “ciberforo” y “cibercharla”. El genio del idioma conoce bien esos recursos para la formación de palabras». (pp. 107-109)

«La tendencia natural del idioma es la palabra llana, que no en vano se llama así. De las 92.000 entradas del diccionario, son las llanas o graves (acento tónico en la penúltima sílaba) 72.500 (el 71 por ciento). “Casa”, “mesa”, “silla”, “circo”, “campo”, “bosque”, “árbol”… El léxico del español está inundado de palabras sencillas y llanas. Las palabras agudas son sólo el 19 por ciento (“avión”, “color”, “querer”, “motor”…).

«El sonido de nuestro idioma invita a hablar con llaneza. Las esdrújulas son muy escasas (“último”, “índice”, “pérgola”, “águila”…), y no digamos las sobresdrújulas (“rápidamente”, “acapáraselo”, “déjanoslo”…). Y no se puede defender que esdrújulas y sobresdrújulas desagraden al genio, pero sí podemos deducir que no las tiene como preferidas, porque hay menos esdrújulas entre las palabras patrimoniales que entre los compuestos griegos y los cultismos latinos». (pp. 141-142)

«…Tiene que haber un genio del idioma, pero no un ser único con fisonomía individual. ¿Quién es el genio del idioma? El genio del idioma lo formamos todos los hablantes de nuestra lengua que hemos pisado la Tierra desde que este idioma nació, y aún recibimos la herencia de cuantas culturas nos cobijaron y nos agrandaron, y nos dieron la amplitud de miras necesaria para seguir creciendo con aportaciones nuevas que se irán amoldando a nuestro carácter, a la forma de ser que nos ha dado la historia como hispanohablantes, por encima de razas y de naciones pero apegada a una cultura que nos ha formado. Una cultura mestiza y auténtica a la vez, respetuosa de sus vecinos y dispuesta a relacionarse con ellos y a aprender de sus adelantos sin ser ellos ni sentirse inferior a ellos». (p. 250)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
30 de diciembre del 2009