sábado, 17 de abril de 2010

Rabih Alameddine, El contador de historias


Escucha: había una vez un leedor que acostumbraba ir cada año a la librería, en especial a la Gandhi. Ahí se daba su autorregalo de navidad, año nuevo, reyes y cumpleaños. Un día, una tarde o una noche de diciembre recorría una y otra vez los estantes del establecimiento. Preguntaba por los más recientes libros de García Márquez y Fuentes y Saramago o Allende y Restrepo y Mastretta… veía títulos, autores, empastados, tamaños, tipografías, contraportadas.

En su visita del 2009 se encontró con dos nuevos títulos de Volpi (una novela y un libro de ensayos); los Papeles inesperados, de Cortázar; de Saramago, Caín; Adán en Edén, de Fuentes; Demasiados héroes, de Restrepo. Los echó en su canasta de compras y siguió su camino. Luego se topó con La mano de Fátima, de Falcones, pero dijo “no” por su gran tamaño: casi mil páginas de lectura. Llegó frente a El contador de historias y las primeras líneas de la cuarta de forros motivaron su compra: Escuchad. Dejad que os guíe en un viaje hacia los confines de la imaginación. Dejad que os cuente una historia

El 8 de enero de 2010, mientras Isabel Allende iniciaba la escritura de nueva novela, el leedor empezó a recorrer El contador de historias. Desde las primeras páginas creyó captar la estrategia del autor, Rabih Alameddine: montar un escenario en varias pistas. Una aparente historia real contada por Osama, nacido en Líbano en 1961. Este dato atrajo aún más la atención del leedor, pues él también nació en ese año, pero en México. Otra, la historia de Fátima, esclava de un emir y de la esposa de éste. Una tercera, la del esclavo que luego será libre, luego príncipe y luego rey: Baybars.

Y dentro de estos relatos muchos otros surgidos de la imaginación, la historia, la leyenda, la tradición (o todas ellas juntas) de los hakawati. «Un hakawati es un contador de historias, mitos y fábulas (hekayât). Un cuentista, un actor. Una especie de trovador, alguien que se gana la vida hechizando al público con relatos. Como la palabra hekayeh (“historia”, “fábula”, “noticia”), hakawati se deriva de la palabra libanesa haki, que significa “charla” o “conversación”, lo que supone que en libanés el mero acto de charlar ya supone narrar una historia». (pp. 53-54)

Por un momento el leedor tuvo la tentación de no leer el libro según el orden de las páginas sino según la aparición de los personajes. Supuso que ello le hubiera permitido una mejor comprensión de cada uno de los relatos. Pero no lo hizo, una voz le dijo que si lo hacía iba a perder el encuentro de los hilos narrativos. Y no se arrepintió, pues la magia de la estrategia del autor está justamente al final, cuando los cauces de los ríos confluyen, y de ese encuentro surge la redondez y complejidad de esta historia y de este tiempo que es a la vez muchas historias y muchos tiempos.

El leedor se quedó impresionado por la sencillez de los múltiples relatos. Desde luego hubo muchas situaciones que no entendió, pues su ignorancia sobre el mundo árabe es mayúscula. Por ello debió conformarse por medio entender la diversidad que confluye en Beirut, donde las razas, los pueblos, las tradiciones y los credos se mezclan para formar un mosaico de eso que hoy llaman multiculturalismo.

Al leedor le dijeron que esta obra es Las mil y una noches del siglo XXI. Quizá lo sea, aunque según lo declara el escritor su meta no es tal. Mal haría en reconocerlo. El tiempo y los lectores le darán o no a esta obra un lugar en la literatura.

Lo que el leedor no puede negar es que El contador de historias está lleno de magia y simbolismos, de realidad (tan cruda como la guerra civil en Líbano a mediados de la década de los setenta y que se prolongó por muchos años) y fantasía, misma que hace coincidir en la tierra a humanos con espíritus, a dioses con demonios.

El leedor encontró a muchos personajes entrañables cercanos a Osama: el abuelo, la madre y el tío Yihad. Trató de entender, aunque en realidad no lo consiguió, la dualidad literaria de las Layla y las Fátima. Pero sobre todo, fue presa de una especie de encantamiento, pues aunque dos veces interrumpió la lectura del texto, cuando volvió no tuvo ningún problema para atrapar de nuevo a la presa.

Y así, poco a poco, como deben leerse estas historias o tomarse un buen vino o hacer el amor, la mañana apacible y silenciosa del 1 de abril, Jueves Santo, el leedor puso fin a la lectura. Él le sugiere, querido/a único/a lector/a, que vaya a una librería, compre este libro y escuche…

José Antonio Galván Pastrana
Colonia moderna
1 de abril del 2010