jueves, 5 de abril de 2012

Regreso




A Sofía, que nos dio la alegría y el orgullo de ganar el PNJ 2011.

Estimades lectores,

Escribo “estimades” porque dicen que esa fórmula se impondrá en lugar de “estimadas” y “estimados” o del nefasto estimad@s. Para no decir como Fox: mexicanas y mexicanos, diremos y escribiremos “mexicanes”. Estoy muy apenado con ustedes porque pareciera que he abandonado este espacio. Debo confesarles que cada vez me cuesta más trabajo escribir. A veces el tiempo se hace muy corto y el cansancio muy largo. Hay voluntad pero no diligencia. Si a eso le agregamos que no hay disciplina, ya se pueden imaginar: mucho tiempo de silencio.


Mas este día (que en realidad fueron dos, porque esta entrada se parió el 19 de marzo y hoy) me he propuesto entrar en contacto con ustedes. No voy a reseñar libros, pues sus contenidos se me pierden en la memoria. Sólo dejaré constancia de los que he leído, hojeado y ojeado. Igual y a ustedes les sirvan estas pistas para desentrañarlas en el personal y mágico universo de la lectura.


Entre el 17 y 19 de julio del ya muy lejano 2011 leí Emaús, de Alessandro Baricco. Recuerdo que ese texto lo compré por esos días en una librería de Coyoacán. Supe de él por una recomendación que escuché en la radio: la tercera edición de "Hoy por hoy", con Salvador Camarena y su espacio de los martes “Leer y discutir”, con la maestra Gabriela Warkentin. Con seguridad esta novela tiene pasajes muy rescatables y una historia tan sugestiva que sólo tres días me bastaron para recorrerla, pero la memoria no me da para comentarles aspectos puntuales.


Del mismo 19 de julio y hasta el 20 del mismo mes, le hinqué el diente a Oscuro bosque oscuro, de Jorge Volpi. Una pequeña novela de 147 páginas que hace uso de los cuentos infantiles clásicos (Pulgarcito, Blanca Nieves, Caperucita roja…) para situarlos en los sucesos ocurridos en Europa en la Segunda Guerra Mundial. Lectura ligera, ágil y recomendable. Su eje es la formación del batallón 303 de la policía de reserva y, al término de la guerra, su extinción. Por demás interesante lo que ocurre en un oscuro bosque oscuro o cerca de él.

Entre el 21 de julio y el 15 de septiembre leí, pero no terminé, dos obras: Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, de Jorge G. Castañeda y Hacia una teoría general sobre los hijos de puta, de Marcelino Cereijido. Si bien avancé mucho es estos ensayos llegó el momento en que los abandoné. Su lectura se me hizo pesada, recurrente; de planteamientos reiterados. Así es que sin más un día los cerré y no volví a abrirlos. Del ensayo de Cereijido me quedó una conclusión: hagamos lo que hagamos y dediquémonos a lo que nos dediquemos, en el fondo y en la superficie todos somos unos hijos de puta. Quizá por eso preferí cerrarlo, pues a nadie le gusta llegar a ese puerto.


Me voy del 16 al 26 de septiembre. En esos diez días leí El jefe máximo, de mi maestro universitario Ignacio Solares. Esta novela histórica recrea los últimos años de Plutarco Elías Calles. Su apego al espiritismo para obtener las claves de su propia vida. Varios personajes-espíritu, como Álvaro Obregón, lo visitan. Le hablan para reclamarle su egoísmo, su ansia de poder, sus decisiones políticas…


Como en otras de sus obras (novelas históricas donde se combina la ficción y la no ficción), Solares recurre a la investigación documental, a los archivos, para obtener los datos que le permitan construir a los personajes, su tiempo y sus circunstancias. El jefe máximo ya se había presentado años antes como obra de teatro, ahora la tenemos como novela. Estimades lectores, si disfrutan de los textos que rescatan a la historia y sus personajes, no dejen de leer esta obra.


Una tarde, mientras buscaba en la Gandhi algunos libros para comprar y leer (en especial Redentores, de Enrique Krauze, que, por cierto, aún no estaba a la venta), me topé con una extraordinaria sorpresa: un libro de pasta azul titulado Amores adúlteros… el final, de Beatriz Rivas y Federico Traeger. Es la continuación de un texto que ya reseñé en este blog (entrada del 21 de mayo de 2011). Si la primera parte de Amores adúlteros me pareció más que rescatable, esta segunda y última lo es aún más. Hay orden en la exposición y una secuencia que deriva en consecuencia. Se cierra la historia de estos amantes y se nos anuncia que no habrá más.


El libro lo leí entre el 6 y el 19 de octubre de 2011. La verdad, es de esas obras que no se quiere dejar. A cada rato volvía a releer lo que mi vista ya había escaneado, pues el texto combina una historia (la de Ella y Él), la lucha interna de los personajes, frases y párrafos contundentes, además de una buena dosis de creatividad editorial.


«Perdida. Esa noche se dio cuenta que estaba perdida: al acostarse con su marido, sintió que le estaba siendo infiel a su amante.» (p. 32)


«Ahí está. Delgado, alto, elegante y enigmático, entra a un edificio, a un teatro, a un restaurante, a un hotel, a un auto, al metro, a un avión, se interna en un parque, flota en un lago, penetra una cantina, camina hacia un cine, una cárcel, una comandancia, un confesionario, una casa, una panadería, un hospital, un estudio, un túnel… ¡ahí está!, le grita el reportero al fotógrafo sin tiempo de tomarle una foto. No tuvieron suerte a pesar de que fue una noche generosísima. El Orgasmo entró y salió y salió y entró en millones de zaguanes, puertas, ventanas, chimeneas, portezuelas, elevadores, callejones, bancas, catres, sillones, camas, escalones, mesas, albercas, tinas, clósets y cortinas, y la ciudad durmió… sonriente.» (p. 98)


«La palabra. Se reencuentran, hablan con la boca llena de primavera. Dialogan con las pupilas colmadas de arco iris. Ríen con los pulmones henchidos de felicidad. Gesticulan con las manos dadivosas de porvenir y, en una abrir y cerrar de sueños, la carne pide la palabra…» (p. 189)


«Orgasmo secuestrado. Él: Tengo secuestrado al Orgasmo. Es el más fuerte, hondo y estimulante que tendrás en tu existencia.
«Ella: ¿Cómo sabes que se trata de un orgasmo tan definitivito y definidor?
«Él: Porque estoy dispuesto a jugarme la vida para que lo sea.
«Ella: ¿Cuáles son las condiciones del rescate?
«Él: Una sola: que traigas en una valija tu tesoro más valioso.
«Ella: ¿Y ese cuál es?
«Él: La llave que abre los poros de tu piel y las compuertas de tu alma.
«Ella: Voy para allá.» (p. 210)


Luego siguieron otras dos lecturas inconclusas: La increíble hazaña de ser mexicano, de Heriberto Yépez, y Redentores. Ideas y poder en América Latina, de Enrique Krauze. Los medio leí entre finales de octubre y los últimos días de diciembre. Ahora que escribo esta entrada me doy cuenta que no soy bueno para leer ensayos. Casi ninguno concluyo. Cuando empiezan a ser reiterativos o a tejer sobre las mismas ideas, sin más les digo adiós. El libro de Yépez busca desentrañar el alma mexicana, su cultura y sus contextos. Sin embargo, habrá de pasar mucho tiempo y de escribirse muchos cientos de cuartillas para igualar El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, su Posdata, y su De vuelta al laberinto de la soledad.


Del libro de Krauze me quedé con los trabajos de tres de los doce redentores que presenta: Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Noté un problema ya detectado en este historiador: es bondadoso son un amigos y mordaz con quienes no lo son. Por ello me alejé del libro, pues sus sesgos, para bien y para mal, debilitan el análisis que hace sobre la vida y obra de estos personajes-redentores.


La mañana del 24 de diciembre de 2011 comencé a leer Beber un cáliz (lo concluí cuatro días después), del desaparecido Ricardo Garibay. En el viejo Canal 13 y luego en Imevisión, me gustaba ver y oír las reseñas literarias que don Ricardo hacía. Siempre parecía enojado, muy serio, para desentrañar los pormenores de las obras que comentaba. En alguna charla o conferencia o congreso, alguien aseguró que Beber un cáliz era la mejor novela de Garibay. Yo la tenía desde hace muchos años como parte de la colección "Narrativa mexicana actual", editada por Planeta y Conaculta, pero no la había leído. De hecho, es una obra que data de mediados de los sesenta (con notas que de actualización en 1979 y 1993). En ella, Garibay recrea los últimos días de vida de su padre, lo que le sirve de pretexto para contar (ese es el eje de la novela) los traumas que le causó al autoritarismo paterno.


El año viejo expiró mientras yo leía a un autor desconocido para mí: Guillermo Fadanelli. Entre el 28 de diciembre del 2011 y el 10 de enero de 2012 recorrí las 311 páginas de Lodo, novela que cuenta la historia de un profesor cincuentón de filosofía y de una jovencita veinteañera. La contraportada del libro nos da algunas claves de la historia:


«¿Cómo puede un hombre razonable, con estudios, prudente, dejarse guiar por las pasiones? Es ésta la pregunta que se hace a sí mismo Benito Torrentera, que a sus casi cincuenta años abandona su apacible vida de profesor universitario para proteger a una joven criminal. La pasión que despierta en Benito el cuerpo y la malicia de Flor Eduarda, lo lanza para vivir una aventura impropia para sus años.»


Del mismo Fadanelli, del 23 al 31 de enero, leí Educar a los topos. Historia de un niño a quien su padre obliga a estudiar la secundaria en una escuela militarizada. Para los que nacimos y conocimos la Ciudad de México de los años sesenta y principios de los setenta, esta obra tiene aspectos que nos hacen volver a ese tiempo y ese espacio:


«Sólo la música instrumental de 620 AM interrumpida de vez en cuando por una voz varonil que decía: “620, la música que llegó para quedarse”.» (p. 35)


«Jamás en mis once años de vida me había cortado tanto el cabello, pero en esta jodida escuela se me exigía que me rapara todavía más. “Tienes que raparte a cepillo, pídele al peluquero casquete corto a la brush”, me recomendaba el policía militar, un gordo de cachetes gelatinosos. Maldita sea, si a fin de cuentas el embrollo podía solucionarse con un poco de gomina. Los famosos fijadores de cabello para hombres Wildrot o Alberto VO 5 harían las cosas más simples sin necesidad de acudir a las tijeras o a la podadora.» (p. 42)


«[Mi padre] También nos permitía usar pantalones acampanados de varios colores y zapatos de plataforma que él mismo compraba en la tienda Milano, a un lado del metro Nativitas. El hecho de que deseara una disciplina acartonada para sus hijos no significaba que les negara los beneficios de la moda. Los padres siempre quieren lo peor para sus hijos, porque lo peor es lo único que dura.» (p. 43)


«Los hijos nos enterábamos de las francachelas nocturnas cuando descubríamos en las mañanas, enmarcadas en cartón, las fotografías de nuestros padres presidiendo una mesa donde jamás faltaba una botella de licor rodeada de vasos: brandy Presidente en los malos tiempos, whisky cuando la cartera estaba colmada. Mi madre era hermosa y sus vestidos siempre estaban por debajo de su belleza. Mi padre era feo, pero trataba de vestirse lo mejor posible, así que los sacos y las corbatas lo hacían verse más amigable. Al pie de las fotografías venía impreso el nombre del cabaret en el que éstas habían sido tomadas: El Capri, La Fuente o Prado Floresta eran los títulos más socorridos, aunque el centro nocturno que recuerdo con menos esfuerzo es uno donde las paredes simulaban la forma sinuosa de una caverna y los meseros aparecían sonrientes disfrazados de calaveras: las Catacumbas, en la calle Dolores, cerca de la Alameda Central.» (p. 64)


«Bienvenidos a la clase media, a sus refrigeradores Kelvinator, lavadoras automáticas Hoover, aspiradoras Koblens, licuadoras Osterizer y a sus modestos jardines. Si mi palabra tuviera algún valor yo habría elegido vivir sin jardines ni aspiradoras, pero jamás abandonar mi deambular por los alrededores del parque Centenario, ni las madrugadas jugando futbol mientras aguardaba mi turno para comprar la leche en los depósitos de la Conasupo. Un complicado vaso comunicante, un laberinto maligno unía el progreso de mi padre con mi destino.» (p. 66)


«Mudarse a Cuemanco significó señal de progreso para todos, menos para mí. […] No conforme, mi padre nos prohibió pegar banderines de Cruz Azul en las paredes porque podía arruinarse el papel tapiz, ¡nada menos que el jodido papel tapiz! Fue una discusión acalorada. Los hijos, en edad de discutir, no comprendíamos que progresar llevara consigo esconder los banderines de nuestro equipo en el armario. La silueta del Gato Marín lanzándose frente a la portería para detener un gol tendría que irse al carajo. La sonrisa de Horacio López Salgado desaparecería y el autógrafo de Fernando Bustos se perdería entre los cajones de la cómoda.» (pp. 138-139)


«Podía haber aceptado la invitación de Marco Polo e irnos juntos a un cine del Centro: Río, Savoy, Teresa, donde se proyectaban películas pornográficas desde las diez de la mañana y se permitía la entrada a menores de edad, o la propuesta de Palavicini para alquilar un bote y surcar las aguas verdosas del lago de Chapultepec, pero lo que hice fue irme a casa de la abuela, pasearme por mis antiguos territorios, vagar en el parque Centenario como si fuera un viejo que no puede dejar atrás sus recuerdos. Mi padre llenaba las paredes de papel tapiz, compraba ceniceros de cristal cortado, ponía marcos dorados a todos los retratos y su hijo volvía de nuevo al lodo, a la vida barriobajera y torva de la colonia Portales. Un cangrejo, nada menos que un obstinado cangrejo avanzando de espaldas al futuro. Un hijo para desandar los pasos, retroceder, volver al punto de partida.» (p. 152)


Has de pensar, lector/a, que me quiero plagiar la novela. Desde luego que no. Sólo ilustro con algunos pasajes que me parecieron familiares porque me remontaron a aquellos años: lugares que conocí, colonias, marcas, estaciones de radio… en fin. El poder de la literatura que evoca tiempos y espacios.


Cambio de autor. De Óscar de la Borbolla había leído relatos cortos. Las vocales malditas me parece un buen hallazgo de creatividad y persistencia. Pero no había leído novelas, así es que en poco tiempo (del 10 al 22 de enero y del 1 al 26 de febrero) recorrí tres: El futuro no será de nadie, Nada es para tanto y Todo está permitido. Las tres comparten una sencillez extraordinaria. El leedor abre el libro y entra de lleno a la historia, el narrador la cuenta de corrido sin entretenerse en detalles menores. Todo es acción y avance. En el inicio, el medio y el final, un lenguaje vivo y atrayente inyectado, siempre, con ampolletas colmadas de lujuria.


Éntrale con fe, lector/a, a estas novelas. En El futuro no será de nadie serás testigo del encuentro casual (¡en el metro!) de Pablo y Lola, de cómo se va tejiendo una historia de amor que rompe con la vida cotidiana de él y nutre el universo de ella. Desde luego, hay un tercer personaje afectado. Descúbrelo.


En Nada es para tanto podrás acompañar la rebeldía de un joven, Gabriel, quien se niega a seguir la tradición laboral de su abuelo y de su padre: ser peluquero. Por eso tiene que alejarse de su familia y su ciudad para empezar a vivir una aventura cargada de encuentros, cinismo, placeres y decepción.


Todo está permitido te narra la vida de Gabriela, joven que crece al lado de su madre y de su abuela, pero que desde muy pequeña comprende que su cuerpo es lo único que puede salvarla. Así se entrega a los hombres lo mismo para conseguir azúcar que para obtener un ascenso en el empleo. En esta obra es de rescatar y destacar el papel del narrador, que se convierte no sólo en eso, sino en un testigo, cómplice y corrector de la propia historia que cuenta.


Cambio de escenario. Del 27 al 29 de febrero leí el más reciente libro del periodista Julio Scherer: Calderón de cuerpo entero. Pereciera que el único propósito del autor es demostrar, a partir de testimonios de personas otrora cercanas a Felipe Calderón, que éste tiene graves problemas con el consumo de alcohol. Así es que el texto bien pudo titularse: “Calderón de vaso entero” o “Ebrio en la primera magistratuta” o “Un borracho en los Pinos”…


Fiel a su estilo, Scherer no cuenta historias completas: las avienta con maestría para que el lector las retome, las sugiera, las reflexione, las interprete. Así continúa la saga en la que la pluma de don Julio pasa a la báscula al actual presidente de la República, como lo hizo con Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo y De la Madrid (Los presidentes), con Salinas de Gotari (Estos años y Salinas y su imperio), y con Fox (La pareja).


Para construir su relato y retratar de cuerpo entero al personaje, Scherer recurre a la entrevista, su más depurada herramienta periodística. Conversa con Manuel Espino, presidente del CEN del PAN cuando Calderón ganó las elecciones de 2006; Gustavo Carvajal, viejo político priísta que fue compañero de FCH en la LV Legislatura; y Alfonso Durazo, secretario particular y vocero del expresidente Fox en los dos primeros tercios de ese sexenio. Este último pinta al actual mandatario de cuerpo entero:


«Sostengo una última conversación con Alfonso Durazo. Le pregunto de qué manera describiría al presidente Calderón. Me dice, entregado desde hace años a la reflexión y al ejercicio de la política:


«―La ilegitimidad de origen, traducida en debilidad política, fortaleció a los grupos de poder económico, al narco, a la oposición y a los intereses internacionales y transnacionales. El saldo es hoy un país sostenido con alfileres. Un gobierno humillado por el crimen organizado y diversos grupos de poder; 52 millones de pobres muriendo de hambre; más de 50 mil mexicanos muertos; violaciones sistemáticas a los derechos humanos; corrupción con niveles africanos. La víbora chillando. Y el país aún no toca fondo. No obstante, Calderón ha transformado su gesto en una sonrisa extraña que pareciera expresar la inverosímil satisfacción del deber cumplido.» (pp. 101-102)


Múltiples personajes de la vida pública, como es lógico, dan marco a ésta que puede ser una de las obras más significativas y críticas no sólo del sexenio calderonista sino de su personaje principal.


Por último, lector/a, no te quito más tiempo. Sólo te cuento que la semana del 2 al 9 de marzo leí un texto por demás entrañable, triste y revelador: Los muchachos perdidos. Relatos e historias de una generación entregada al crimen, del periodista Humberto Padgett y del reportero gráfico Eduardo Loza.


Aquí no estamos ante el relato que surge de la imaginación del escritor, sino ante la cruda realidad de los jóvenes (hombres y mujeres) menores de edad que han hecho del crimen su forma de vida y de muerte.


Padgett y Loza se meten a las entrañas de las llamadas "correccionales", en el Distrito Federal, para hurgar en la vida de sus personajes y fotografiarlos con imágenes y verbos. Relato descarnado de los propios jóvenes que cuentan parte de su historia, aquella que los llevó a consumir y distribuir droga, a convertirse en sicarios, a convivir en la colonia hostil donde sólo impera la ley del más fuerte… Desintegración familiar, abandono, carencia, falta de oportunidades (que ni siquiera conocen) son las cuerdas de la red en la que poco a poco quedan atrapados. Ante todo, indiferencia social que genera una aparente ausencia de sentimientos y valores que la propia sociedad les ha negado. Estrategias de readaptación condenadas al fracaso: ¿de qué se van a readaptar si nunca han estado adaptados?


Estos personajes reales se convierten en seres entrañables, no por las argucias del escritor que los crea sino por rudeza de la realidad que los engendra. Mención especial merece la historia de el Ligas, el que aparece en la foto de la foto que ilustra esta entrada. El fotógrafo original es Eduardo Loza, yo sólo la plagié con mi cámara y no le pedí permiso. Espero me disculpe.


Como habrán notado, estimades lectores, sin querer buena parte de los textos aquí presentados tiene un hilo conductor: la relación entre los padres y los hijos. Predomina la figura el padre autoritario y el daño que causa a sus vástagos. Desde luego que también hay historias de amor contrariado (como diría García Márquez), que van del encuentro a la cama y tienen una estación (o varias) en el orgasmo.


Gracias por su lectura y comentarios. Espero, en verdad, que me vean muy pronto.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
5 de abril de 2012