jueves, 17 de abril de 2014

Una rosa amarilla para el maestro



 
 
Muchos años después, frente a un libro de García Márquez, me di cuenta que cuando Gabo partiera estaba obligado a escribir unas líneas en las que estableciera mi agradecimiento a este escritor que letra a letra, línea a línea, capítulo a capítulo, obra a obra, se convirtió en mi autor favorito.

La historia empezó por allá de 1975, cuando yo tenía 14 años de edad. Una tarde cualquiera mi tío Trinidad Ortiz Mejía, marinero de oficio, me prestó un pequeño libro titulado Relato de un náufrago, que, por cierto, ya nunca le devolví. Esa misma tarde me eché bocabajo en mi cama y comencé a leer. Desde la primera línea quedé atrapado, hoy sé que no sólo de ese libro sino que de toda la obra de García Márquez.

En un mundo sin internet cada vez me interesaba saber más del colombiano. Por ello me enteré que su máxima obra era Cien años de soledad. Así es que en un acto casi suicida traté de leerla, pero no pude hincarle el diente. Me pareció muy compleja, lejana, impenetrable… Una voz, que a la distancia no puedo precisar de quién era, me sugirió comenzar con las obras anteriores a Cien años… Así, seguí la cronología literaria. La primera que leí fue La hojarasca, escrita en 1955 y que sólo adquirió relevancia cuando García Márquez cobró fama como escritor. Ahí encontré la primera mención de Macondo, ese pueblo mágico en el que todo sucede y nos sucede. Una especie de América Latina explotada por el imperialismo, territorio nutricio de narraciones increíbles que nos permiten sobrevivir. La historia es contada por tres voces. Me sorprendió cómo tres miradas pueden ver distinta la realidad que es una. Al terminar esta tarea, abrí las páginas de El coronel no tiene quien le escriba (1961). Me impactó su lenguaje directo, sin desperdicios ni tardanzas. Las situaciones suceden una a otra sin descripciones que retarden el relato.

Al terminar El coronel… seguí con Los funerales de la Mamá Grande, el primer libro de cuentos que leí de él. Años después, al recorrer la obra periodística de Gabo, descubrí que los hilos de estas historias se encontraban en la realidad colombiana, en sus personas vueltas personajes (como la marquesita de la Sierpe) y en sus leyendas colectivas.

Con mucha cautela, pues GGM había desautorizado una de sus ediciones, le entré a La mala hora (1962), una historia de chismes que trae grandes desventuras a los habitantes de un pueblo.

Hechas con pausas prolongadas estas lecturas, en 1982 empecé a leer Cien años de soledad. Para mí fue toda una experiencia irrepetible. En ese tiempo Margarita, mi esposa, estaba embarazada de mi hija Sofía. Así es que en las tardes-noches mientras ella descansaba recostada, yo abría mi libro de la edición Austral y poco a poco recorría esa magia que iba desgajándose línea a línea. Mi primera sorpresa fue internarme en el mundo de Macondo, y más aún toparme con los personajes mágicos que nos muestra: Úrsula y José Arcadio, y luego Aureliano y Arcadio Buendía; y esa estirpe que se va desgajando letra a letra. Melquiades de todas nuestras entrañas, Remedios la bella que se va al cielo envuelta en una sábana, Petra Cotes y sus encantos lujuriosos, el enamoramiento de Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas que lo siguen… Qué historia tan extraordinaria, entonces sí la pude entender, sí le pude llegar a las fibras de los personajes y de sus historias. Qué gran experiencia de lectura, eso que no sólo queda en el simple acto de leer sino que se transporta a nuestra vida cotidiana y la inunda de fuerza, de esperanza y de sonrisa.

Antes de entrarle a Cien años… en 1981 leí Crónica de una muerte anunciada, una historia que nada tenía que ver con el mundo macondino. Acababa de salir de la imprenta y era una derrota para el propio Gabo: él había dicho que no publicaría nada mientras Pinochet siguiera en el poder en Chile. Pero para bien de sus lectores, rompió su palabra. Una noche de ese año comencé con esa lectura y, para mi sorpresa, las horas transcurrieron una a una hasta que leí las últimas líneas. Creo que nunca me he desvelado tanto, pero también nunca he estado tan contento con una desvelada. Esa crónica se convirtió para mí en una especie de letra de cambio. Decenas de alumnos míos la han leído, primero con indiferencia y luego con gusto. Hoy algunos de ellos lo recuerdan y a mí me llega una sonrisa de satisfacción y de nostalgia. A partir de esta obra y de ese año (1981) me propuse una meta que siempre he cumplido: tener la primera edición de las obras de GGM.

En algún momento que no puedo precisar en este relato, leí El otoño del patriarca (1975). Al parecer esa obra se inscribía en una saga de dictadores: Asturias y El señor presidente, Carpentier y El reino de este mundo, Carlos Fuentes y La muerte de Artemio Cruz, y años después Vargas Llosa y La fiesta del chivo. Los escritores nos dieron las claves para entender esa parte de América Latina dominada por los militares.

Luego leí un libro de cuentos agrupados en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, y entonces pude darle una nueva fuerza no sólo a Cien años de soledad sino a todo lo que había leído de García Márquez.

En 1985 llegó El amor en los tiempos del cólera. Era la ruptura con el mundo literario anterior. Para muchos, esta obra es la máxima, la que sobrevivirá a los tiempos.

Un año después Gabo escribió una historia producto de una gran entrevista: La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, que se publicó en entregas en el periódico La Jornada, y luego en forma de libro. Por azares del destino tuve una a una de esas entregas, pero perdí el libro. Muchos años después, en 2007, lo encontré en una librería en Costa Rica, cuando fui a ese país a dejar a mi hija para una estancia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En 1989 leí El general en su laberinto, la narración sobre los últimos días de Simón Bolívar. Era una exquisita oportunidad para ver el relato de un hombre de carne y hueso, por encima de sus logros históricos. Un amanuense recorre sus hazañas y sus entrañas, y con él nos lleva a entender a un personaje clave de la historia de lo que José Martí llamó “Nuestra América”.

En 1992 llegó a nuestras manos el libro de Doce cuentos peregrinos. Lo leí como se leen los libros de cuentos: esperando encontrar en cada uno una historia diferente y extraordinaria. Y así fue: cada uno me deparó no sólo una vida digna de ser vivida sino una forma distinta de contar lo sucedido.

Dos años después, en 1994, en las librerías apareció Del amor y otros demonios, una historia ubicada en el Caribe y que encierra las desventuras de la vida de una mujer llamada Sierva María de Todos los Ángeles.

Y así nos vamos de dos en dos, en 1996 da a luz Noticia de un secuestro. Una historia que nos narra algunos de los hechos más siniestros de Pablo Escobar Gaviria, el más grande de los capos colombianos, al que se le recuerda con todas sus grandezas y sus más grandes miserias.

En el 2002 conocimos sólo una parte de su biografía. Vivir para contarla fue la primera entrega de tres que nos prometió. Pero sólo se quedó en una. Cuando supimos de sus males encapsulados en una demencia senil, nos dimos cuenta que no habría más. Que esa biografía había terminado.

Su última obra publicada fue Memoria de mis putas tristes, en mi opinión una obra menor pero no por ello menos intensa y llena de la magia del autor.

Y así terminamos esta reseña, cargada del dolor por la partida de Gabo. Pero también nos quedan muchas experiencias vueltas literatura que nos llevan al recorrido no sólo de la obra de García Márquez sino de muchas otras que quizá ni existieron pero que forman la narración de lo que somos y lo que aspiramos a ser.

En este tintero digital quedan muchas líneas por escribir. Por ejemplo, mi encuentro con el García Márquez periodista, el que se encuentra antologado en cinco tomos que contienen sus notas, crónicas, reportajes y críticas cinematográficas.

Mención aparte merecen sus artículos que, en México, se publicaban semana a semana en la revista Proceso de 1980 a 1984. A ellos acudía lunes a lunes para abrevar de su sabiduría, para sentirme contento, para decirme a mí mismo que la vida había valido la pena tan solo por el hecho de ser contemporáneo de Gabo.

Una mañana de octubre de 1982 García Márquez fue informado que había ganado el Premio Nobel de Literatura, justo treinta años después, el 21 de octubre de 2012, fui informado que un infarto estaba a punto de cortarme la vida. Entonces me arrepentí de no haber escrito estas líneas apresuradas sobre García Márquez. Cuando en terapia intensiva del Centro Médico el doctor Maya me dijo que en cualquier momento podía terminar mi existencia, sólo dos ideas me generaron una gran desazón: dejar sola a mi madre y morirme antes que Gabo, y sin haber tenido la oportunidad de escribir sobre ese niño que una vez se asombró por ir de la mano de su abuelo a conocer el hielo.
 
José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
17 de abril de 2014