domingo, 26 de febrero de 2017

Eduardo Sacheri, La noche de la Usina

 

A Sofía, porque mañana cumple un año más de vida
y uno más de hacerme un padre orgulloso y feliz.
Esta mañana, mientras esperaba mi desayuno, concluí la lectura de La noche de la Usina, ganadora en el 2016 del Premio Alfaguara de novela (362 pp.).
En los últimos años, Sacheri ha sido para este amanuense una gran revelación. La primera novela que leí de él fue Ser feliz era esto (2014), y me convenció la sencillez y la ternura de la historia. Luego, he leído de manera desordenada cuentos y artículos de ese escritor argentino que forman parte de sus libros Papeles en el viento (2011), La vida que pensamos (2014) y Las llaves del reino (2016).
Ahora reafirmo mis conceptos sobre este autor. La noche de la Usina es una historia que desde las primeras páginas nos anuncia su desarrollo y culminación. No por eso pierde su encanto. Sólo nos da a los lectores la comodidad de recorrerla con gusto y calma, para encontrar lentamente las claves que ya habían sido reveladas.
Dice el acta del jurado del XIX Premio Alfaguara de novela:
[…] se trata de una emocionante historia situada en un pequeño pueblo [O’Connor] provincia de Buenos Aires a principios de nuestro siglo, justo antes de que el gobierno de Fernando de la Rúa imponga el «Corralito» financiero y bloquee las cuentas bancarias. Un grupo de amigos —personajes inolvidables todos ellos—, que ha sido estafado, decide recuperar su dinero y su dignidad tomando la justicia por su mano. Es una novela coral, ágil y emotiva, con muchos ingredientes de lo mejor del thriller y el western.
Lo que no dice el acta es que los personajes no sólo son inolvidables sino entrañables. Incluso uno que aparece en el prólogo de la novela, Arístides Lombardero, que era un narrador genial para contar historias originales e irrepetibles en las presentaciones que el Circo de los Hermanos Lombardero hacía en O’Connor. Las historias eran precedidas por una prolepsis. Si Arístides hubiera contado La noche de la Usina:
Diría que en ella hay un villano, un accidente de autos y un gerente de banco que huye pero termina alcanzado por la muerte. Un tipo que sumerge una topadora en la parte más profunda de la laguna y un muchacho que escapa para siempre. Una chica enamorada, unos cables eléctricos enterrados a lo largo de kilómetros y un hombre que llora porque sabe que jamás será feliz. Un albañil rencoroso a punto de morir y una estación de servicio en el empalme de la ruta. (p.14)
En La noche de la Usina conocemos a Perlasi, un exfutbolista talentoso y triunfador esposo de Silvia y padre de Rodrigo, que al finalizar su carrera deportiva regresa a O’Connor y se convierte en una especie de líder de esta historia. A Lorgio y a su hijo Hernán, un muchacho rebelde que, sin duda, será el ganador en este affaire. A los hermanos López, José y Eladio. A los viejos Fontana, Medina y Belaúnde.
El papel de villanos lo jugarán Fortunato Manzi y Alvarado, quienes aprovecharán para sí la situación económica que vivió Argentina en el 2001 y que se conoce genéricamente como “el corralito”.
Si vemos a la novela desde una perspectiva de género, diremos que es una novela casi carente de mujeres. Sólo dos tienen acciones destacadas: Silvia, la esposa de Perlasi y Florencia, la secretaria de Manzi y de quien está enamorado Rodrigo. La participación de otras mujeres es apenas incidental.
Si vemos a la novela desde una perspectiva académica, diremos que alienta el trabajo en equipo. Los hombres “buenos” se convierten en cómplices y son capaces en llevar el proyecto hasta sus últimas consecuencias. Cada uno aporta sus conocimientos y sus talentos. Escuchan y siguen a su líder: Perlasi, que se convierte en el estratega de las diferentes acciones. Se gana la voluntad de sus colaboradores y cada uno cumple escrupulosamente el rol que le ha sido asignado.
Desde luego, la obra está preñada de excelsos párrafos, pero yo me quedo con uno que ahora comparto con mi único lector:
Rodrigo estira la mano y la apoya sobre el brazo de ella. Cada vez que la vio en la oficina, cada vez que conversó con ella, cada vez que la recordó estando lejos, hasta cuando la vio en el café conversando con el idiota del novio, se viene preguntando, una y otra vez, cómo será besar esos labios. Mientras adelanta el rostro hacia ella comprende que ese, precisamente ese, es el último segundo que va a vivir, en toda su vida, ignorando cómo es besar los labios de Florencia. (p. 358)
La lectura nos hace libres y felices.
José Antonio Galván Pastrana
“El Sencillito”
Colonia Narvarte, CDMX
26 de febrero de 2017.

viernes, 10 de febrero de 2017

Arnoldo Kraus, Recordar a los difuntos.



2 de febrero de 2017.
Los poemas de la muerte
son un engaño.
La muerte es la muerte.
Toko

Doctor Arnoldo Kraus,

Tal y como usted me lo sugirió leí su libro Recordar a los difuntos (Conaculta – Sexto piso, 2015, 232pp). Fue una lectura de transición, pues empecé a recorrer el texto la tarde del 24 de diciembre de 2016 y lo concluí el 28 de enero de 2017. La transición no sólo incluye el paso de un año a otro sino también el término de la era Obama y el inicio de la tragedia Trump.

Esta experiencia lectora fue de esas que uno no quiere que concluyan. En especial porque estaba muy interesado en los pormenores de la vida de Helen, su señora madre, y también porque no quería llegar a línea en la que usted nos narrara que ella se había ido.

Cuando como lectores nos identificamos con el relato del autor, disfrutamos o padecemos la historia en dos vías: por un lado, la que el escritor nos cuenta, la que ha construido para nosotros y, por otro, la que como lectores recreamos a partir de nuestros propios personajes, de aquellas personas con las que transcurrimos parte de la existencia, los que son seres de carne y hueso que nos han regalado su tiempo, su palabra, sus ideales, sus dioses, sus gustos o sus penas.

Leer Recordar a los difuntos me permitió experimentar la tranquilidad ante la pérdida. Fue un bálsamo dulce que mitigó mi angustia y desazón por la no presencia de mi madre. Eso ya me había pasado, como usted lo sabe, con la lectura de Quizás en otro lugar. Pero ahora la vivencia compartida fue más cercana. Usted relata los últimos tiempos en la vida de Helen y, al leerlo, yo repaso la historia y los últimos días de Celia. Por ello, su texto para mí no es sólo un testimonio o un relato biográfico, es un instrumento terapéutico que le sirve al lector-doliente como una buena excusa de sanación.

Las vidas de su madre y de la mía fueron muy distintas por muchas razones, diametralmente opuestas. A pesar de ello, su libro me llevó a repensar y a repasar los días de mi madre, es decir, tocó fibras muy sensibles y línea a línea se fue convirtiendo en un texto íntimo, de esos que, como ya le dije, uno no quiere dejar de leer, no quiere que se acaben, así como usted no quería y no sabía si dejar de escribir o continuar.

Como usted, hace una decena de meses llegué a una conclusión: “Mi progenitora ha acumulado muchos años. Habitar la vida ya no le es posible” (p. 14). Mi madre a sus ochentayochocasiochentaynueve también había visto partir a la mayoría de las personas que la acompañaron en la niñez y la juventud. Fue hija única y no conoció a su padre. Vio partir a todos los de la generación anterior y a los de su generación, sólo le sobrevivió un primo hermano muy querido. Así es como los destinos de Helen y Celia se entrecruzan y se apartan.

Recordar a los difuntos me permitió conocer algunos aspectos de la vida de Helen: su origen polaco, sus padecimientos en la Segunda Guerra Mundial, la persecución de los suyos y su exterminio, su llegada a México, su adultez; su vejez cargada de imágenes del pasado que creía del presente; su deseo permanente de regresar a la escuela, su agenda que contenía los datos de localización de los muchos que ya se habían ido, los difuntos que la visitaban y el diálogo con los muertos, la muerte de Frida, su mejor amiga, las múltiples preguntas que formulaba y que eran también una forma de vida, lo gran lectora que era y el libro que dejó inconcluso: El cantar del fuego, de A. B. Yehoshua…

Al contarnos la historia de Helen, no puede, doctor Kraus, dejar de contarnos la historia de su familia, familia sui géneris que en México no podía relacionarse con otras familias del mismo tronco: el holocausto acabó con esa posibilidad. Mención aparte merece Moisés, su padre, uno de los muchos polacos que perdió a su familia en la guerra. Judío perseguido y expulsado de su tierra que vivió rodeado de los demonios (sus demonios) que lo acosaban a cada momento.

Su libro, doctor Kraus, me ha dejado muchas líneas para reflexionar sobre la vida y la muerte. Por eso le digo que tiene un componente terapéutico: nos invita a superar el dolor a partir de otras consideraciones, de otras perspectivas que antes no contemplábamos. Aquí señalo algunas:

«La primera palabra adquiere fuerza a través de la primera escucha. Esa interacción les confiere a las personas otros sentidos y nuevas responsabilidades. Cuando quien dice “mamá” es un bebé, la existencia se viste de algo que carece de nombre, de algo insustituible. El lenguaje es una metáfora […] viaja de una persona a otra, las une, las conjuga, las enfrenta» (p. 21).

Quisiera retomar completo el capítulo VI de la primera entrega de su libro, donde usted hace una apología de la palabra, pero como ello no es posible, sólo retomo algunos fragmentos:

«Las letras, al unirse, cuando se escribe a mano, a la vieja usanza, por medio de brazos, dedos, nudos, ojales, curvas, rectas o inflexiones, en cuadernos con rayas horizontales que demarcan espacios grandes o pequeños, diseñados ad hoc, dependiendo de la edad del escribiente, conforman un tejido distinto, único […]. Las huellas de las palabras son extensión y testimonios de los sentidos» (p. 31).

Al final de ese capítulo escribe:

«Páginas atrás escribí sobre las palabras y su vitalidad. Ahora acuño otra idea, palabras, letras moribundas. El ser humano muere un poco conforme decae su escritura. Las letras moribundas retratan las fracturas de la vida, del tiempo. Las frases bien hechas, juntas, son como amantes, pernoctan abrazadas. Las frases mal construidas, se repelen, no se tocan» (p. 35).

Por último, me quedo con su idea: “Cuando los apenas muertos abandonan la Tierra se les llama difuntos” (p. 198). Eso son para nosotros nuestros muertos: difuntos. Quizás se fueron hace mucho tiempo, pero para sus deudos permanentes siempre existirán objetos, situaciones, olores, sabores, lecturas, música, palabras, personas… que los traigan de nuevo y los hagan presentes. Por eso su libro no se titula Recordar a los muertos sino Recordar a los difuntos, pues ese pequeño matiz idiomático nos permite mantener encendida la llama de la esperanza de la vida.
La lectura nos hace libres y felices

José Antonio Galván Pastrana
Ciudad de México
2 - 10 de febrero de 2017