martes, 21 de julio de 2009

Isabel Allende, Inés del alma mía


El recorrido de esta obra lo inicié en la Ciudad de México el 7 de junio. Llegué a la meta el martes 21 de julio sentado a la mesa en un restaurante de Acapulco, Guerrero, mientras acompañaba en un desayuno a mi hijo, Antonio Valentín.

Inés del alma mía es a la vez una novela biográfica e histórica. La española Inés Suárez le cuenta (y luego la dicta) a su hija-entenada Isabel, los pormenores de su vida (la de Inés) y los entretelones de su participación en el parto doloroso de un nuevo país: Chile.

Inés sitúa su fecha de nacimiento hacia el año 1500 y, ya octogenaria, es cuando reconstruye ladrillo a ladrillo sus haceres en este mundo.

Estamos ante un personaje histórico del que pocos han escrito, como ocurre generalmente con las mujeres, que parecieran no formar parte de la historia. Muy pocos se acuerdan, reconstruyen e investigan sobre la participación de las féminas en la conquista de otras naciones, las guerras, las invasiones, los desastres naturales.

En 1537, Inés Suárez toma una decisión que cambiará su vida y la de muchas personas con las que convivirá a los largo de su existencia: parte al continente americano en busca de su esposo, Juan de Málaga, aunque está consciente que las posibilidades de encontrarlo en las tierras ignotas son menos que mínimas. Desde su viaje a América, Inés debe sortear los múltiples peligros naturales y humanos de quien, en su calidad de mujer, se atreve a realizar esa aventura.

Al poco tiempo de su llegada al nuevo mundo, Inés se convence que nunca encontrará a su marido. La intuición y los testimonios contrapuestos le dan una certeza: Juan de Málaga pereció como muchos de los soldados españoles, peleando por el rey de España y buscando llevar la cruz y la “civilización” a las tierras recién descubiertas que debían ser conquistadas.

El destino cruza en Perú las vidas de Inés y de Pedro de Valdivia, a quien acompaña en la búsqueda de lo que hasta en ese momento había sido imposible: la conquista de Chile, conformado por diversos y aguerridos grupos étnicos. Pedro e Inés, finalmente, logran fundar Santiago y otras muchas ciudades, más por el deseo y la sagacidad de hacerlo que por el apoyo de la corona española o el de otras tierras americanas ya dominadas por los peninsulares.

Durante 15 años Pedro e Inés comparten los sueños de conquista, la mesa y el lecho, hasta que una traición de Pedro la obliga a casarse (para poder seguir viviendo en el nuevo mundo) con el lugarteniente del propio Pedro de Valdivia: Rodrigo Quiroga (padre de Isabel) con el que compartirá la vida durante tres décadas.

Estimado/a único/a lector/a, ya me he extralimitado en esta reseña. Se trata de que tú descubras y disfrutes esta novela. Sólo añado que el contexto está marcado por la barbarie de la conquista, por los excesos de los conquistadores, por el relato de las guerras intestinas que no sólo parieron a una nación (Chile) sino a un continente (América).

Te invito a recorrer las 350 páginas de esta historia que, junto con la autobiografía y novela histórica, es un espléndido relato de amor.

El borrador de esta entrada fue armado letra a letra, palabra a palabra, párrafo a párrafo en el bar Coco’s del hotel Crowne Plaza de Acapulco, dictado por el elíxir suculento de dos palomas de Herradura blanco, rodeado de bañistas, el correr de los vientos cargados de brisa y la música estruendosa propia de estos lugares.

Aparador (o citas citables)

«Así son la ironías de este nuevo mundo de las Indias, donde no rigen las leyes de la tradición y todo es revoltura: santos y pecadores, blancos, negros, pardos, indios, mestizos, nobles y gañanes. Cualquiera puede hacerse en cadenas, marcado por el hierro al rojo, y que al día siguiente la fortuna, con un revés, lo eleve. He vivido más de cuarenta años en el Nuevo Mundo y todavía no me acostumbro al desorden, aunque yo misma me he beneficiado de él; si me hubiese quedado en mi pueblo natal, hoy sería una anciana pobre y ciega de tanto hacer encaje a la luz del candil. Allá sería la Inés, costurera de la calle del Acueducto. Aquí soy doña Inés Suárez, viuda del excelentísimo gobernador don Rodrigo de Quiroga, conquistadora y fundadora del Reino de Chile». (p. 14)

«Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino». (pp. 29-30)

«Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque habría comenzado a tomar notas, aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo, hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad. En este relato, escrito muchos años después de los hechos, deseo ser lo más fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la fantasía. La línea que divide la realidad de la imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no me interesa porque todo es subjetivo. La memoria también está teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme carmín en la mejillas cuando vienen visitas, sino para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso que una autobiografía?» (pp. 55-56)

«Antes de continuar, debo presentar de forma especial a quien mandaba ese destacamento. Era un hombre alto y muy guapo, de frente amplia, nariz aguileña y ojos castaños, grandes y líquidos, como los de un caballo. Tenía los párpados pesados y una mirada remota, un poco dormida, que le suavizaba el rostro. […] Aunque era más joven que los otros afamados militares, éstos lo habían escogido capitán de capitanes por su valor e inteligencia. Su nombre era Rodrigo de Quiroga. Nueve años más tarde sería mi marido». (p. 142)

José Antonio Galván Pastrana
Acapulco, Gro.
21 de julio de 2009

2 comentarios:

Sofia Galvan dijo...

Siempre pienso que es un don que una persona pueda narrar lo que parece tan cotidiano, de una manera artística. Siempre que leo lo que escribes, confirmo de nueva cuenta el don que recibiste, y que perfeccionas con cada obra que lees. Te adoro papito

Anónimo dijo...

Me pregunto si esos sentimientos desbordados, capaces de llevar a una mujer al límite de sus potencialidades y de sus actos, no están obstaculizados por la realidad; muchas mujeres han librado guerras mundiales, bombardeos e invasiones bajo un techo que llaman casa, y con un enemigo al que le dicen "marido".
Particularmente disfruto leer el contexto de la reseña: el bar, las bebidas, el viento. Pienso en hilos de ideas que un tejedor logra enhebrar y dar pie al acto divino de crear.
Gracias Profesor por sus letras.
Homero