sábado, 29 de noviembre de 2008

Jorge Volpi, El jardín devastado


Tláhuac, D. F., 29 de noviembre del 2008

Estimado Jorge:

Disculpa, una vez más (y con seguridad no será la última) que te distraiga de tus múltiples ocupaciones como director del Canal 22, como organizador de homenaje nacional a Carlos Fuentes, como escritor, como presentador de libros propios y ajenos… pero lo hago para comentarte que durante la mañana y parte de la tarde del jueves pasado (27 de noviembre) leí tu obra más reciente: El jardín devastado.

Y digo “obra” porque en verdad me es muy difícil encasillarla en un género. Me explico: por el tema y las acciones de los personajes bien puede ser una novela; por su extensión y cierre, un cuento; por su tono y ritmo, una especie de poema. Así que bien la podemos calificar como novcuema.

Te vi disfrazado de narrador. A diferencia de tus otras novelas en las que te inventas un nombre muy parecido al tuyo o te asignas otro, en ésta eres un narrador anónimo. Pero es notorio que algunos (o muchos) de los pasajes de este relator coinciden con aspectos de tu vida personal, de tus amigos, de tus quehaceres profesionales y del tiempo que vives y has vivido.

Es por demás interesante el recurso que utilizas para trazar, a lo largo de estas 182 páginas de la obra, el contrapunto entre las vidas de Ana y Laila. La primera, en tu propia ciudad (en este México que nos tocó vivir); y, la segunda, a muchos kilómetros de aquí, en ese territorio que sólo conocemos (al menos la mayoría de tus mortales lectores) gracias a las imágenes de los diarios, las revistas o la televisión: Irak. Vidas que nunca se tocan (como sí lo hacen en No será la tierra) salvo porque coinciden en este tiempo que tú centras en el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York.

Imagino a Ana como un ser agobiado por su circunstancia, su familia, su tiempo… a la que no le queda nada más que ajustarse, a pesar de su rebeldía interior, a ese mundo de apariencias que la sociedad le ofrece. De casi igual manera, Laila es una condenada a una vida que no eligió y de un destino del que no puede huir: el salvajismo de una venganza vuelta guerra y el castigo en contra de los culpables que padecen los inocentes. Y a un costado de esas vidas, por demás paralelas, una pluma que las une en la literatura, las presenta, las recrea y las determina, que es la tuya, pero que es manejada por un ser que no deja de rebelarse contra el destino que, paradójicamente, él mismo se ha formado, pero del que no tiene todos los hilos.

Caray, Jorge, en qué laberintos nos metes como lectores. Mas conste que no es un reclamo si no la alegría de verte como un escritor que, a pesar de múltiples y variadas responsabilidades, te das un tiempo de no sé donde para seguir urdiendo y tejiendo historias y para hacernos recordar nuestro pasado reciente nacional: el de los fraudes de 1988 y 2006, y el de este mundo que fue violentamente parido al nuevo siglo y al nuevo milenio aquella mañana del martes negro del 11 de septiembre del 2001.

Te doy un abrazo y mis mejores deseos para que nos sigas regalando tus mentiras verídicas en forma de novela o novcuema.

Tu amigo

José Antonio Galván Pastrana

jueves, 27 de noviembre de 2008

Juan Villoro, El libro salvaje


A Víctor Vallejo Verón, por las muchas generaciones
que aún deben saber de él, por él y con él los secretos
de las imágenes fotográficas y televisivas

La historia detrás del libro

Escribe Juan Villoro, en diversos pasajes de esta obra, que “los libros buscan a sus lectores”. Éste es el caso. El viernes 21 de noviembre fui a la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo a comprar la última novela de Jorge Volpi, El jardín devastado; ahí ya estaba agotada. Salí con cierto grado de tristeza pero con la esperanza de encontrarla en los estantes del Fondo de Cultura Económica. Al entrar me pareció oír la voz de Juan Villoro. Voltee y lo vi cómodamente sentado en un mullido sillón allí, en medio de los anaqueles, los aparadores y los muchos libros del Fondo. Conversaba con una jovencita. Luego me di cuenta que una cámara de tv apuntaba hacia ellos. “Es una entrevista”, me dije.

Recorrí los pasillos en busca de mi presa hasta que la encontré. Mientras, escuchaba de manera entrecortada que Villoro hablaba de un tal Juanito y su gusto infantil por los programas de televisión, y que si ya entrado en edad se había interesado en la lectura, y que si el libro, y que si la historia, y que si la ficción… Le pregunté a uno de los vendedores si Villoro se refería a una obra en especial. Me dijo que sí, que hablaba de su texto más reciente: El libro salvaje. Se lo pedí y vi que corresponde a la colección “A la orilla del viento (libros para niños)”, una obra, además, ilustrada por Gabriel Martínez Meave. Dudé en adquirirla, pero como de Juan Villoro no había leído novelas (sólo artículos y reseñas sobre futbol), decidí comprarla.

Así es que esa misma tarde empecé a leerla, con un cierto alejamiento e imaginando que el lector no era yo con mis cuarenta y algo de años sino un adolescente de esta época, habitante de un mundo global en crisis, temeroso de la violencia en las calles y alejado totalmente de la actividad lectora, consumidor de videojuegos, a quien le aburren los choros de sus profesores y realizar las inútiles tareas escolares. Traté de ser fiel a mi decisión hasta la tarde del 26 de noviembre, cuando emocionado como un adulto menor mis ojos transitaron por los últimos surcos de la página 237 de esta novela-río.

El libro salvaje

El texto nos relata los pormenores que llevaron al protagonista a convertirse en lector. La historia es muy sencilla: debido a la separación de sus padres, Juan a los trece años es llevado a pasar sus vacaciones (dos largos meses) al domicilio de su tío Tito, quien vive en una vieja casona de la Ciudad de México, rodeado de libros y más libros, sólo acompañado por tres gatos: “uno era negro y se llamaba Obsidiana; otro era blanco y se llamaba Marfil; el hijo de ambos, mi favorito, era blanco con manchas negras y se llamaba Dominó”. Los antepasados de Tito y, por tanto, los de Juan, fueron grandes lectores que le heredaron a aquél no sólo una enorme y laberíntica casa sino lo que ella contenía: gran cantidad de ejemplares de todos los tipos, temas y tamaños.

Los personajes que actúan en esta historia (que podríamos ubicar hacia los años setenta del siglo pasado) son Juan (narrador adulto que nos cuenta lo que vivió cuando era adolescente), sus padres (ella fumadora empedernida y siempre agobiada por dolores de cabeza; él, constructor de puentes), su hermana Carmen (niña poseedora de gran cantidad de muñecos de peluche), su tío Tito (cercano a la tercera edad, que vive solo en la casa de los libros), Eufrosia (asistente del tío en labores domésticas) y Catalina, quien ayuda a sus padres en el negocio familiar (una farmacia) y que se convertirá en un personaje trascendente en esas vacaciones de Juan y en su vida futura.

Sería ocioso, por respeto a un probable lector de El libro salvaje, desentrañar las acciones de estos personajes, baste decir que es una historia que combina la realidad y la ficción cuyo propósito es invitar (sin recursos baratos) a los adolescentes o a los jóvenes a que se acerquen a la lectura, que se descubran como lectores príncipes y que se sumerjan en la alberca de emociones propia de los buenos textos literarios, o que vean a los libros como herramientas para conocer e interpretar el mundo que les rodea.

La narración corre a cargo de Juan: “Voy a contar lo que ocurrió cuando yo tenía 13 años. Es algo que no he podido olvidar, como si la historia me tuviera tomado del cuello”. El mayor atributo del otro Juan (Villoro) es haber dotado a su personaje del lenguaje propio de un adolescente, con sus gustos, temores, capacidad solidaria y, muy importante, situarlo en el umbral del mundo mágico de los que, por primera vez, se descubren enamorados.

Le invito, amigo/a lector/a a experimentar la sensación de volverse parte del juego literario en el que lo/la atrapa, con gran maestría, el señor Villoro. Recorra como adolescente o adulto adolescente o adulto en plenitud adolescente la trama de esta historia y su cierre circular.

Aparador (o citas citables)

«―Justamente quería volver a ese tema ―dijo él [Tito] muy entusiasmado―. Hay dos formas de que el libro llegue a ti: la normal y la secreta. La normal es que lo compres, te lo presten o te lo regalen. La secreta es mucho más importante: en ese caso es el libro el que escoge a su lector. A veces las dos se confunden. Crees que tú decidiste comprar un libro, pero en realidad él se puso ahí para que lo vieras y te sintieras atraído. Los libros no quieren ser leídos por cualquier persona, quieren ser leídos por las mejores personas, por eso buscan a sus lectores.» pp. 47-48

«El hombre tiene toda clase de problemas [Tito le dice a Juan], pero hay uno que me interesa mucho: no sabe medirse a sí mismo. Un sastre te mide por fuera sin ningún problema, pero el hombre se complica las cosas para medirse por dentro. Nos hace falta un sastre interior ―se metió un lápiz en la oreja, se rascó con fuerza y siguió hablando―: las calificaciones son el menú en un restaurante. Las matemáticas se me antojan tan poco como el puré de zanahorias. Merezco un cero en el tema. Como ves, hay algunas cosas en que no estoy tan mal: sé mucho de mitos y leyendas, lo suficiente de historia y hablo doce lenguas, incluyendo las vivas, las muertas y las enfermas (como el dialecto lleno de maldiciones que usan los policías en esta ciudad). Pero eso no quiere decir mucho. Las verdaderas calificaciones de alguien inteligente deberían ser éstas:
«Capacidad de conectar una idea con otra: diez.
«Capacidad de resumir lo que se aprendió: diez.
«Capacidad de pensar por tu cuenta lo que otro sabe: diez.
«El tío se quedó esperando una respuesta. Como no dije nada, agregó:
«―La mente es una máquina de pensar. Lo más importante no es atiborrarla de datos, sino aprender a usarla. Cada cabeza es una máquina distinta, así que cada quien tiene que usar su propio método para pensar.» pp. 55-56

[Diálogo entre Juan y su tío Tito]
«―¿Es posible que un libro cambie cuando lo lee otra persona? ―le pregunté.
«Le conté lo que había pasado con Catalina, sin mencionarla por su nombre.
«―Lo que dices es interesante, muy interesante ―dijo el tío; abrió el termo y el aire se llenó de olor a pipa―. Cada libro es como un espejo: refleja lo que piensas. No es lo mismo que lo lea un héroe a que lo lea un villano. Los grandes lectores le agregan algo a los libros, los hacen mejores. Pero pocas veces ocurre lo que dices. Cuando alguien modifica un libro para ti y tú puedes distinguirlo, significa que has llegado a la lectura en forma de río. Ningún río se queda quieto, sobrino, sus aguas cambian.» p. 75

[Tito]
«―Hay gente que cree que entiende un libro sólo porque sabe leer. Ya te dije que los libros son como espejos: cada quien encuentra ahí lo que tiene en su cabeza. El problema es que sólo descubres que tienes eso dentro de ti cuando lees el libro correcto. Los libros son espejos indiscretos y arriesgados: hacen que las ideas más originales salgan de tu cabeza, provocan ocurrencias que no sabías que tenías. Cuando no lees, esas ideas se quedan encerradas en tu cabeza. No sirven de nada.» p. 96

«―¡Qué rico huele! ―fue lo primero que dijo Catalina cuando la puerta se cerró detrás de nosotros.
«―¿Te gustan los cronopios dulces o salados? ―preguntó el tío.
«―No los he probado.
«―No me extraña: los acabo de inventar.
«―¿Qué son los cronopios? ―preguntó Catalina.
«―Un nuevo tipo de galleta con forma de animal fantástico. Cronopio viene de Cronos, dios del tiempo. Los salados traen recuerdos de otras épocas y saben a lágrima; los dulces provocan ilusiones y saben al azúcar de los tiempos futuros.
«―¿De dónde sacaste la receta? ―le pregunté al tío.
«―De unos cuentos de Julio Cortázar, inventor argentino.» p. 160

«Desde niño imaginaba que tenía amigos invisibles que se reunían de noche, pero no imaginé que esos amigos pudieran ser libros. Ahora lo sabía. Todo libro está dormido hasta que lo despierta el lector. Dentro vive la sombra de la persona que lo escribió.» p. 208

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
27 de noviembre del 2008

lunes, 17 de noviembre de 2008

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla


A la memoria de Rosa Muñoz, fallecida la noche
del 12 de noviembre del 2008; personaje de novela,
piedra angular de una especie de dinastía macondiana.

Una historia personal

La mañana del sábado 12 de octubre del 2002 le comenté a Sofía, mi hija, que me urgía ir a la Gandhi a comprar el nuevo libro de García Márquez, su autobiografía titulada Vivir para contarla. Desde 1981, cuando apareció Crónica de una muerte anunciada, se me metió en la cabeza la obsesión de adquirir las primeras ediciones de los nuevos libros de GGM. De ahí la urgencia de tener cuanto antes un ejemplar. Ese día no pude ir a la Gandhi y una gran intranquilidad me invadió. Acomodé mis actividades del día siguiente para ir a la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo.

Sin embargo, al llegar a casa la misma noche de ese sábado encontré, solitario sobre mi mesa de trabajo, un ejemplar de Vivir para contarla. La intranquilidad se transformó en emoción. Tomé el libro y al abrirlo me topé con una dedicatoria: «Para mi papito. / Para que con cada hoja pienses que en un lugar existe una persona que te quiere y que siempre piensa en ti: La China. / Para que cada vez que leas este libro, te venga a la memoria que te admiro y te respeto muchísimo. / Para que cada vez que veas este libro, pienses sin más ni más en alguien que te debe lo que es. / ¡Te quiero con toda mi alma! / Y por favor, no sólo pienses en mí al leer este libro, ¡piensa siempre en mí! / La China / 12-octubre-02, 7:00 PM».

Quise empezar la lectura esa misma noche, pero algo sucedió: encontré un relato sumamente complicado con abundancia de lugares y personas, con retrocesos y adelantos en el tiempo, así es que decidí no leerlo. Por esas fechas preferí quedarme con los muchos artículos y reseñas que se escribieron sobre esta autobiografía, incluido un número especial de la revista Cambio (de Colombia) que daba cuenta de la obra, y que una tarde me encontré como material de lectura en el consultorio de un dentista y que es el último ejemplar y objeto que me he robado: miré a mi alrededor y al comprobar que estaba solo en esa sala de espera, cerré la revista y la guardé en mi mochila.

Y así pasaron muchos días, tantos que completaron seis años, hasta la mañana del 27 de octubre del 2008 cuando de nuevo tomé el libro y lo empecé a leer. Lo concluí a las 00:05 horas del domingo 16 de noviembre.

Desde luego que en todo ese recorrido, como en el de mi vida misma, pensé en mi hija, La China, que se encuentra a miles de kilómetros de la Ciudad de México, en la Universidad de Notre Dame; la imaginé congelándose a temperaturas promedio de 3 grados, pero gozando de la nieve que cae para decirle cuán bella es la naturaleza. También en este camino supe de la partida eterna de mi tía Rosa Muñoz, la casi hermana de mi madre. Me consuela saber que ya no tiene más dolores ni preocupaciones en la vida, que la artritis no hará más estragos en su cuerpo y que habrá de vivir muchos años más gracias a que será recordada por cada uno de los muchos integrantes de su vasta, vastísima, descendencia.

Vivir para contarla

Como ya lo he dicho y casi todos los lectores lo saben, ésta es la primera parte de la autobiografía de Gabriel García Márquez. A diferencia de mi primera impresión, engendrada en el 2002, el relato no tiene nada de complejo y sí mucho de ejemplar: presenta un orden tan detallado y perfecto que hasta parece una novela garciamarquiana.

A lo largo de sus 579 páginas acompañamos parte de la vida de García Márquez (en especial entre sus veinte y sus treinta años), aquella que lo engendra como escritor; sufrimos su pobreza familiar y personal, nos interesamos en su vocación de lector y escribiente, estamos con él en la soledad de la sala de redacción o del cuartucho en que vive; asistimos al nacimiento de sus primeros artículos periodísticos, sus primeros cuentos, sus primeros reportajes y su primera novela. Somos testigos del llamado “Bogotazo”, ocurrido el 9 de abril de 1948, cuando el líder opositor Jorge Eliécer Gaitán es asesinado a pleno día en el centro de Bogotá. Nos convertimos en amigos de sus amigos en Barranquilla, Cartagena y Bogotá, tomamos y fumamos con él y padecemos sus resacas, en fin, constatamos los que antes muchos de sus biógrafos nos han dicho.

Los que somos seguidores asiduos de la vida y la obra de García Márquez, en realidad no encontramos datos nuevos. Por eso, Vivir para contarla es como un cuento repetido sobre el personaje, sólo que en esta ocasión, relatado por él en primera persona, de viva voz. Así, como para reafirmar que García Márquez es quizá el escritor del que más se sabe de su vida personal, incluso con algunos polvos de su vida privada. Y no podría ser de otra forma, porque al leer su autobiografía el lector se va encontrando con las escenas y los personajes que ha visto en los cuentos y las novelas de este autor. Como él señala, sus historias y sus actores surgen de las imágenes y de las personas que se va topando a su paso.

Por ello, en esta autobiografía nos encontramos con los motivos generadores de La hojarasca, la esperanza del general Nicolás Márquez (abuelo de Gabriel) por recibir la pensión que nunca llega y que es el germen de El coronel no tiene quien le escriba, los pasquines que acaban con los honores personales y familiares (suceso ocurrido en Sucre) que inspiran La mala hora, el asesinato (también en Sucre) de Cayetano Gentile que se vuelve drama literario en Crónica de una muerte anunciada. Los enigmas de la vida de un héroe latinoamericano, Simón Bolívar, que se plasmará en El general en su laberinto y, por supuesto, sus empeños y luchas personales por escribir La casa, que luego será Cien años de soledad.

Y junto con ello, las combinaciones de actitudes, costumbres, vestimentas, oficios, frases contundentes, que GM retoma de las personas “de carne y hueso” para conformar a sus propios personajes: la niña que come tierra, la tía que cose su mortaja, la abuela ciega, el abuelo que fabrica pescaditos de oro, el pueblo que se opone al entierro de un ateo que vive en concubinato, la explotación de la United Fruit Company, la huelga bananera y el asesinato de los jornaleros del banano, los tíos que llegan con su cruz de ceniza, la guerra de los Mil Días, la finca Macondo…

Vivir para contarla tiene, como telón de fondo, la lucha política entre conservadores y liberales en una Colombia premoderna que, ante la falta de acuerdos democráticos, debe conformarse con los golpes de Estado y el gobierno de los militares, sus excesos de violencia, sus acciones represivas y sus toques de queda.

Por último, debemos creer que todo lo escrito por García Márquez en Vivir para contarla es cierto, aunque como él lo apunta en el epígrafe: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla».

Aparador (o citas citables)

«―Mira ―me dijo―. Ahí fue donde se acabó el mundo.
«Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en 1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano. Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria: el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla.» (pp. 22-23)

«Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos después de los bailes. Sin embargo, todavía en aquellas vacaciones me causaban el mismo miedo que el teléfono y las veía pasar como nubes en el agua. No tenía un instante de sosiego por la desolación que me dejó en el cuerpo mi primera aventura casual. Todavía hoy no creo que sea exagerado creer que esa fuera la causa del ríspido estado de ánimo con que regresé al colegio, y obnubilado por completo por un disparate genial del poeta bogotano don José Manuel Marroquín, que enloquecía al auditorio desde la primera estrofa:

«Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,
ahora que albando la toca las altas suenas campanan;
y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran,
y que los silbos serenan y que los gruños marranan,
y que la aurorada rosa los extensos doros campa,
perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas
y friando de tirito si bien el abrasa almada,
vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.» (pp. 198-199)

«Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces: Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido ―como Juan Breva― tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.
«En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podría llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera demorado cinco minutos más.
«―Buenos días, blanco ―me dijo con un tono cordial.
«Yo le contesté sin convicción:
«―Dios lo guarde, sargento.
«Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo encendido, me dijo de buen talante:
«―Llevas un olor a puta que no puedes con él.» (pp. 260-261)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
17 de noviembre del 2008

lunes, 10 de noviembre de 2008

J. Antonio Galván P., Génesis según Pastrana (minificción)


Dios dijo que nos amásemos y nos amasemos.

Una interpretación:
El paraíso era en realidad una mujer, y el árbol de la Ciencia del Bien y el Mal en verdad, en verdad os digo, no era un árbol: estaba en el centro del paraíso y provocaba tentaciones.

Conclusión:
La manzana no era manzana y la serpiente no era serpiente.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
10 de noviembre del 2008

martes, 28 de octubre de 2008

Carlos Fuentes, La voluntad y la fortuna

A Antonio Valentín, nuevamente. Por su
éxito como profesional de la comunicación.
A mi compadre-hermano Jorge Lemus
por su cumpleaños 40 y algo.
A la Bety Munguía por su medio siglo.

La voluntad y la fortuna (Alfaguara, 2008, 552 pp.) es la novela más reciente del escritor mexicano Carlos Fuentes.

Sin prisa y sin grandes momentos dramáticos, con el nudo principal desatado desde la primera línea, somos lectores-testigos de la historia de Josué, cuya cabeza, desprendida de su cuerpo a machetazos en las playas de Guerrero, nos narra sus 27 años de vida.

Para ello, Fuentes construye un microcosmos de ficción en el que actúa un número reducido de personajes marcados por la necesidad, la ambición, la voluntad y/o la fortuna: Josué y su compañero-amigo-hermano Jericó; María Egipciaca, Elvira Ríos y Lucha Zapata, todas ellas mujeres determinantes en alguna etapa de la vida de Josué; el sacerdote-profesor Filopáter (que encamina a Josué y a Jericó a las obras de Spinoza, una vez que ellos se han acercado a San Agustín y Nietzsche) y el abogado-catedrático Sanginés, que influirán notablemente en la formación ideología de Josué; los Esparza: don Nazario, su esposa Estrella y su hijo Errol, que prefiguran la familia que Josué agradece no haber tenido; los hombres poderosos: el presidente de la república, Valentín Pedro Carrera y el empresario Max Monroy que ejemplifican la lucha y las complicidades entre los poderes político y económico; el presidiario Miguel Aparecido y un grupo de delincuentes del que destacan Sapa Pérez (la Sarape, prostituta de la abeja tatuada en la nalga), Maximiliano Batalla y el corrupto abogado Jenaro Ruvalcaba; los espíritus de Antigua Concepción, el profeta Ezequiel y Maquiavelo que mantienen comunicación con el protagonista; además de la actuación primordial, significativa y categórica de Asunta Jordán.

El contexto de la obra es el México actual. Podemos ubicar el nacimiento de Josué en 1980 y su desaparición en el recién pasado 2007. Los personajes de Valentín Pedro Carrera y Max Monroy encarnan y representan al poder concentrado en políticos (como Carlos Salinas o Vicente Fox) y en empresarios (como Carlos Slim). Todo ello en un escenario dominado por el narcotráfico, la corrupción, la caída del régimen priísta, la lucha entre los ricos y los pobres, las rebeliones acalladas, el papel de las comunicaciones y la tecnología en las sociedades modernas, y miles de descabezados a los que se les ha negado la posibilidad de contarnos sus historias.

La pluma de Fuentes alude en todo momento a sus lectores-interlocutores-testigos, como queriendo decirles: créanme, este relato es cierto: ustedes pueden transitar por los lugares que menciono de la Ciudad de México: el Zócalo o el restaurante del hotel Majestic; el metro Insurgentes o las calles de Berlín y Praga; Santa Fe y el Pedregal de San Ángel; Ciudad Universitaria o la terminal uno del aeropuerto… Y padecen las atrocidades que aquí les presento.

Y como lectores-interlocutores-testigos creemos que en verdad una cabeza cercenada a machetazos es capaz de hablarnos y que nosotros escuchamos por los ojos. Magia literaria que permite adentrarnos en las entrañas de un México actual codiciado, gobernado y tratado como motín por los grupos en el poder: los políticos, los empresarios y los criminales organizados.

Las páginas de esta novela las transité apaciblemente del 9 al 27 de octubre. Estuvieron marcadas por dos hechos altamente emocionantes para mi vida familiar: la presentación del examen profesional de mi hijo, Antonio Valentín, y la llegada sorpresiva de hija, Hortensia Sofía (procedente de Indiana, E. U.) justamente cuando su hermano exponía los puntos medulares de su tesis. Como dijera el filósofo salsero Pedro Navaja: “Sorpresas te da la vida”.

Aparador (o citas citables)

“Al cabo, ¿qué edad nos pertenece más que la infancia en la que, verdaderamente, dependemos de otros? Todo es más largo que en la niñez. Las vacaciones nos parecen deliciosamente eternas. Los horarios de clase, también. Aunque sujetos a la escuela y sobre todo a la familia, tenemos en esa época de la vida más libertad frente a lo que nos amarra que en otra cualquiera. Ello se debe, me parece, a que la libertad en la infancia es idéntica a la imaginación y como en ésta todo es posible, la libertad para ser algo más que la familia y algo más que la escuela vuela más alto y nos permite vivir más separados que en las edades en que debemos conformarnos para sobrevivir, ajustarnos a los ritmos de la vida profesional y someternos a reglas heredadas y aceptadas por una especie de conformismo general. Éramos, de niños, magos singulares. Seremos, de adultos, rebaños”. (pp. 81 y 82)

“En el mundo real (…), Asunta me puso al tanto de mis deberes con rápida eficacia. Existía un mercado nacional y global de jóvenes entre los veinte y los treinta y cinco años, la Generación Y, así llamada porque sucedió a la Generación X, que ya rebasó los cuarenta y aunque todos se acomodan a lo acostumbrado hasta temer que lo más novedoso los muerda, los de veinte años son el target, el banco primario de la publicidad consumista. Quieren estrenarse, quieren diferenciarse. Quieren objetos novedosos. Necesitan técnicas que puedan controlar en el acto y que (al menos en su imaginación juvenil) le estén vedadas a ‘la momiza’”. (p. 291)

“Nicolás Maquiavelo lo dice en voz alta para que todos lo entiendan: ‘No conozco nada que dé más felicidad, haciéndolo, pensándolo, que fornicar. Un hombre puede filosofar todo lo que quiera, pero la verdad es esta’. Así lo escribí y ahora te lo repito. Todos lo entienden, pocos lo dicen. Puedes citarme. Me friega que se ignore mi gusto por las mujeres y el sexo. ¡Que lo ignoren! ¡Qué más da! Pero si tú vas a escribir con veracidad sobre mí, repetirás conmigo que dulce, ligero, pesado, el sexo crea una red de sentimientos sin los cuales, me parece, yo no podría ser feliz”. (p. 449)

“Crecí, dijo [Sanginés], en una sociedad que era protegida por la corrupción oficial. Hoy, continuó de manera tajante pero con un dejo mitad de crítica, mitad de resignación, la sociedad es protegida por los criminales. La historia de México es un largo proceso por salir de la anarquía y la dictadura y llegar a un autoritarismo democrático… Me pidió, con una pausa, que perdonara la aparente contradicción: no lo era tanto si apreciábamos la libertad de artistas y escritores para criticar salvajemente a los gobiernos revolucionarios. Diego Rivera, en el mismísimo Palacio Nacional, describe una historia presidida por jerarcas políticos y religiosos corruptos y mentirosos. Orozco se vale de los muros de la Suprema Corte para pintar a una justicia que se carcajea de la ley desde la boca pintarrajeada de una puta. Azuela, en medio de la lucha revolucionaria, novela a la revolución como una piedra rodante por el abismo, desnuda de ideología o propósito. Guzmán da cuenta de una revolución en el poder que sólo se interesa en el poder, no en la revolución: todos se mandan asesinar unos a otros para seguir enfilados a la presidencia, que es la gran vaca dispensadora de leche, cajeta, quesos, mantequillas surtidas y seguridad sin democracia: un mugido reconfortante.
“―Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado. El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia”. (p. 507)

“Las cárceles de México, de Brasil, de Colombia, de Perú, ya no tienen espacio para los criminales. Los sueltan luego luego para que entren los nuevos malhechores. Es el cuento de nunca acabar. Criminales reincidentes. Detenidos sin juicio. Defensa imposible. Abogados mal pagados incapaces de defender a los inocentes. Jueces muertos de miedo. Jueces improvisados. Tribunales sin capacidad de trabajo. Testimonios falsos. Ninguna consistencia… ―deploró el abogado y casi exclamó: ―¿Cuánto tiempo crees que dure así la democracia latinoamericana? ¿Cuánto tardarán en regresar las dictaduras, aclamadas por el pueblo?” (pp. 508 y 509)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
28 de octubre del 2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Carlos Ruiz Zafón, El juego del ángel


Para Antonio Valentín
en su 24 aniversario

De la mañana del 26 de septiembre a la madrugada del 9 de octubre leí esta novela, que es la más reciente del escritor español Carlos Ruiz Zafón. De él había leído La sombra del viento (ver entradas antiguas de este Separador).

El juego del ángel no es la continuación de La sombra del viento: es su antecedente. Se sitúa en Barcelona, entre 1900 y 1930, a partir de las acciones de su protagonista y narrador: David Martín, joven aprendiz de periodismo que da un salto para convertirse en escritor. Aquí empieza la historia cuando él se ve atrapado por su tutor, el empresario Pedro Vidal, escritor sin talento pero con abolengo, dinero e influencias; luego por los editores Barrido y Escobillas, que convierten a David en un explotado escritor a destajo; y, por último, el fantasma del editor Andreas Corelli, el ángel juguetón, que llevará a David Martín a correr graves riesgos para su vida como persona y como narrador.

Junto con su vocación de escritor, el protagonista nos cuenta el inmenso amor que siente por Cristina y cómo deja de considerar el enamoramiento que hacia él tiene Isabella, a quien conducirá poco a poco a unir su vida con el joven Sampere, hijo de su librero, amigo y protector: el señor Sampere.

Diversos personajes vivos y muertos entran en acción en esta novela. Muchos de sus pasajes son como una ficción dentro de la ficción, lo que le resta validez y credibilidad al relato. Por momentos el lector parece atrapado en una telaraña donde ciertos personajes se desdoblan (como el escritor Diego Marlasca y el investigador policiaco Ricardo Salvador) y las acciones de David en busca de una “verdad” que él se empeña en conocer al sentirse involucrado en una especie de “designio maléfico” (si es que tal expresión es válida) permiten ir conociendo a muchos otros personajes que algunos creían ya desaparecidos: el propio Diego Marlasca, Jaco, Roures e Irene Sabino, entre otros. Pero también algunas acciones que fueron tendidas como rieles quedan sin resolución en la historia.

En esta obra, como en La sombra del viento, entramos al laberinto oscuro, vetusto y elitista: el Cementerio de los Libros Olvidados. Aquí conoceremos de pasada a Isaac Monfort, que se convertirá en personaje nodal en esa obra (otro será el librero Gustavo Barceló o el hijo del librero Sampere).

Una de las virtudes narrativas de Carlos Ruiz Zafón es hacernos caminar, nuevamente, por las angostas calles de Barcelona, a veces sudorosos por el calor infernal y la falta de brisa, y otras muertos de frío, cubiertos de niebla y congelados hasta los huesos por la baja temperatura; o por hacernos escuchar nítidamente las campanas de la Catedral de Santa María del Mar.

El juego del ángel, a pesar de la opinión en contrario de su creador, es una novela de menor talante que La sombra del viento, por ello, y por el bien de la imagen del autor sería recomendable leerlas no por su orden de aparición en las librerías sino por la secuencia de la historia: donde acaba El juego inicia La sombra.

Aparador (o citas citables):

“―Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado”. (p. 187)

“―Ah, intelectuales. Y usted quería que contratase a uno. ¿Por qué será que cuando menos tiene que decir alguien lo dice de la manera más pomposa y pedante posible? ―preguntó Corelli― ¿Será para engañar al mundo o a sí mismos?
“―Posiblemente las dos cosas”. (p. 289)

“―La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración”. (p. 296)

“―Este lugar [el Cementerio de los Libros Olvidados] es un misterio. Un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron en él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. En este lugar los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar a las manos de un nuevo lector, un nuevo espíritu…” (p. 653)

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
10 de octubre del 2008

jueves, 2 de octubre de 2008

¡2 de octubre, no se olvida!

Hoy, 2 de octubre del 2008, se cumplen 40 años de la matanza de Tlatelolco. ¿Cuánto tiempo, papel, tinta y celuloide se ha ocupado para denunciar, analizar, protestar, esclarecer, descifrar, documentar o dar testimonio de los hechos nefastos que culminaron con la masacre de la Plaza de las Tres Culturas? Publicaciones especiales de diarios y revistas, libros, libros y más libros, antologías, simposios, obras de teatro, documentales, películas, comisiones de la verdad y fiscalías… y aún no sabemos ni siquiera lo más elemental: cuántos perecieron y cuál es la responsabilidad de cada uno de los culpables. Bien podríamos decir que, incluso, se ha generado algo así como “la industria del 68”.

Es muy común que cuando hablo con mis jóvenes alumnos de algún aspecto relacionado con este momento histórico, ellos me pregunten: “¿Usted participó en el movimiento?” Supongo que me imaginan boteando o participando en mítines o pintando camiones o gritando consignas contra el gobierno. Pero en esos años yo era un infante que iba en segundo de primaria (con la maestra Aurorita Arce Pintado), y sólo recuerdo que en los recreos o en la calle libre de autos jugaba con mis cuates o con mis primos a los policías contra los ladrones, y que en ese tiempo esos personajes cambiaron por los granaderos contra los estudiantes (por supuesto, yo me apuntaba en el bando de los segundos).

Años después sí me interesé en leer la historia de esos días y algunos de mis profesores (del CCH y de la Facultad de Ciencias Políticas) habían participado en el movimiento, una estuvo en Lecumberri: Tita Avendaño. La fuente más impactante era y es el libro de Elena Poniatowska La noche de Tlatelolco, con sus impresionantes testimonios orales y gráficos; leí en voz alta o declamé los versos de Memorial de Tlatelolco, de Rosario Castellanos:

¿Quiénes son los que
agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer
al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren
en el hospital?
¿Los que quedan mudos,
para siempre, de espanto?

No busques lo que no
hay: huellas, cadáveres,
que todo se lo han dado
como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora
de Excrementos.
No hurgues en los
archivos pues nada
consta en actas.
Ay, la violencia
pide oscuridad
porque la oscuridad
engendra el sueño
y podemos dormir
soñando que soñamos.
Más he aquí que toco una
llaga; es mi memoria.
Duele, luego es verdad.
Sangra con sangre
y si la llamo mía
traiciono a todos.
Recuerdo, recordemos.
Esta es nuestra manera de
ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias
mancilladas,
sobre un texto iracundo,
sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado
tras la máscara.
Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia
se siente entre nosotros.

O el Yo acuso, de Leopoldo Ayala:

Yo acuso a mi siglo donde se baila.
Yo acuso a mi siglo donde se bebe.
Yo acuso a mi siglo donde se hace
el amor voraz en diez minutos.
Yo acuso a mi siglo donde se apila a los vivos
y se abren las esclusas que queman los párpados
y se grita a los muertos
y se mata y se derriba al hombre.

Sin embargo, ningún texto tan vital como el artículo “Algún día una lámpara votiva”, escrito por el periodista José Alvarado, publicado en la revista Siempre! (número 799, del 10 de octubre del 68), rescatado por Carlos Monsiváis en su libro A ustedes les consta, antología de la crónica en México (editorial Era). Espero que los herederos del maestro Alvarado no me acusen por reproducir este artículo completo, pues por más que lo busqué en la panza de Internet, con ayuda del señor Google, sólo encontré fragmentos.

“Recuerdo, recordemos, hasta que la justicia se siente entre nosotros”, porque cuatro décadas después los rostros siguen amparados tras las máscaras y la justicia sigue caminando sola.


Algún día una lámpara votiva
José Alvarado

Iba a escribir acerca del acuerdo de las Academias de la Lengua Española sobre el uso de la X en la palabra México, por razones, según se dijo, de orden lingüístico, histórico y sentimental. Es un tema alegre y da ocasión para jugar un poco a costa de algún académico mexicano, con la mente fruncida y llena de telarañas, empeñado en escribir el nombre de nuestro país con J, al estilo de los tradicionalistas españoles y en justificar dicho empleo, sólo por mantener un modo grato a los más rancios conservadores, esos todavía partidarios de la Inquisición, de Iturbide y de Maximiliano y quienes sufren de cólicos cuando ven la efigie de Juárez o pasan por el Hemiciclo.

Iba a escribir sobre eso, con buen humor y el deseo de hacer unas cuantas travesuras con el estilo y buscar en el vocabulario algunas palabras parpadeantes. Pero a última hora sentí vergüenza ante los lectores, pues hoy, jueves 3 de octubre, a los cuarenta y un años, por cierto, de la muerte del general Serrano en Huitzilac, la tinta de los periódicos parece oler a sangre. Se alude a 24 civiles muertos anoche, durante un mitin estudiantil, en Nonoalco, más de 500 heridos y centenares de presos.

¿Qué pasa en México? ¿Se han desatado funestos males olvidados? ¿Vuelve nuestra historia a teñirse de rojo y llenarse de sombras ominosas? Abel Quezada, en su cartón de Excélsior, ofrece hoy sólo un cuadro negro y arriba una patética interrogación: ¿Por qué?

La expresiva, dramática niebla de Quezada parece ser una mezcla de confusión y de luto. Y eso, luto y confusión, es lo que flota hoy por la ciudad y, sin duda, por todos los ámbitos del país. A nadie impresiona, como hubiera ocurrido en otras circunstancias, el derrocamiento del presidente Belaúnde en el Perú por un grupo de militares. Todos somos presas del dolor y el desconcierto y a estas horas no se sabe todavía cuál será la suerte de los Juegos Olímpicos ni es posible advertir cómo será la situación nacional dentro de una semana, cuando este artículo aparezca en las páginas de Siempre!

En otros años, y en esta misma fecha, al señalar el aniversario de la matanza de Huitzilac, los comentaristas indicaban, satisfechos, la fortuna de que esos días de violencia, venganza y barbarie hubieran pasado para México y cada vez que se ha glosado un tumulto sangriento en alguna de las ciudades de la América Latina, se insistía en mostrar nuestra vida pacífica como un ejemplo en el continente y un beneficio derivado de largos y penosos sacrificios anteriores. Ahora todo ha cambiado y ya no sirven para nada las viejas palabras y las imágenes antiguas. En la Plaza de las Tres Culturas, orgullo de la nueva ciudad y muestra soberbia de nuestra historia, se ha derramado la sangre. Y es sangre de muchachos y de muchachas, de hombres y mujeres del pueblo. ¿Por qué?

La pregunta de Abel Quezada sigue sin respuesta, pues para encontrarla habría que esconder el dolor, apaciguar la ira, poner en claro el desconcierto. Y ello no es fácil en estas horas aciagas, cuando tantos cuerpos jóvenes yacen sobre planchas heladas y tantas madres con los ojos húmedos y en silencio de condena se disponen a encender velas humildes. Sólo queda, impotente, la protesta.

Había belleza y luz en las almas de esos muchachos muertos. Querían hacer de México la morada de la justicia y la verdad. Soñaron una hermosa República libre de la miseria y el engaño. Pretendieron la libertad, el pan y el alfabeto para los seres oprimidos y olvidados y fueron enemigos de los ojos tristes en los niños, la frustración en los adolescentes y el desencanto de los viejos. Acaso en algunos había la semilla de un sabio, de un maestro, de un artista, un ingeniero, un médico. Ahora sólo son fisiologías interrumpidas dentro de pieles ultrajadas. Su caída nos hiere a todos y deja una horrible cicatriz en la vida mexicana.

No son, ciertamente, páginas de gloria las escritas esa noche, pero no podrán ser olvidadas nunca por quienes, jóvenes hoy, harán mañana la crónica de estos días nefastos. Entonces, tal vez, será realidad el sueño de los muchachos muertos, de esa bella muchacha, estudiante de primer año de medicina y edecán de la Olimpiada, caída ante las balas, con los ojos inmóviles y el silencio en sus labios que hablaban cuatro idiomas. Algún día una lámpara votiva se levantará en la Plaza de las Tres Culturas en memoria de todos ellos. Otros jóvenes la conservarán encendida.

Ayer parecía fácil escribir acerca de la X y la J. Hoy resulta imposible pues quedó enlutada la X de México.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
2 de octubre del 2008

domingo, 28 de septiembre de 2008

Almudena Grandes, El corazón helado


A Mateo, habitante reciente de este mundo,
orgullo del nepotismo de Olivia y Paco.

La lectura de esta novela fue por demás lenta, tardada. La inicié la madrugada del domingo 20 de julio en la sala de espera del aeropuerto José Martí, de La Habana, y la concluí la mañana del viernes 26 de septiembre. Muchos sucesos en ese ínter: la China pasó de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, en Washington, a la Universidad de Notre Dame, en Indiana, pero antes estuvo tres semanas en México; Calderón presentó, por escrito, su segundo informe de ¿gobierno?; el movimiento lopezobradorista acentuó su decadencia tanto como la economía en Estados Unidos; el 15 de septiembre, en la plaza Melchor Ocampo, de Morelia, Michoacán, la Patria parió a uno de sus hijos más indeseados: el terrorismo. Y en medio de esa batahola me encontraba metiéndole el diente a este libro que (el 17 de mayo) me regaló la maestra Regina León.

Al principio El corazón helado se me hizo una novela pesada y compleja, aún más si consideramos que cuenta con 933 páginas: pareciera que fuera testigo de hechos y personajes inconexos en el tiempo y en el espacio. Relato que va del presente al pasado y que a cada momento va marcando paréntesis para contar otra parte de la historia de los personajes, a fin de que el lector tenga todos los hilos. Sin embargo, el exceso de explicaciones y descripciones alarga y retrasa la lectura.

La novela se presenta en dos frentes: por un lado, la familia Carrión Otero y, por otro, la familia Fernández Muñoz. Se concentra en sus personajes principales: Álvaro Carrión Otero y Raquel Perea Fernández. Álvaro es el narrador de un trecho de la historia: el que corresponde a la vida de su padre, Julio Carrión González, que, curiosamente, inicia con el entierro de éste en el cementerio de Torrelodones. El otro trecho es relatado por un narrador objetivo que, a partir de la niñez de Raquel Perea Fernández nos inmiscuye en la vida de sus abuelos, sus tíos, sus padres.

Así, con estas dos vías, somos testigos de una traición: la de Julio Carrión González hacia los miembros de la familia Fernández Muñoz. Si bien la historia en general transcurre en casi un siglo, de 1911 a 2005, las acciones más significativas van de 1935 a 1947 en escenarios diversos: Madrid, París, Toulousse… y tienen como telón de fondo la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, así como la España gobernada por Franco y las secuelas de su muerte en noviembre de 1975.

El corazón helado es, antes y después de todo, una historia de amor: el que se da entre Álvaro y Raquel, primos lejanos, que son los encargados de reconstruir el pasado de sus familias y dar sentido a las coincidencias que los unen y al pasado que los separa. Pero también es un mosaico de las brutalidades del fascismo y de los excesos de la guerra, una llamada de atención a la memoria histórica de los españoles, en particular, y a la de los seres humanos, en general.

Interesante novela de Almudena Grandes, creadora de personajes entrañables, además de los protagonistas: los Mateo Fernández (abuelo, padre e hijo), Anita, los Ignacio (padre e hijo), Paloma, Casilda, María, Carlos y la muy querida profesora revolucionaria Teresa... Y por el lado de los Carrión: Julio el mago traidor, su suegra Mariana, su esposa Angélica y sus hijos Rafael, Julio, Angélica y Clara, así como Mai, esposa de Álvaro y su hijo Miguelito.

Ármate de valor y pasa tu vista por esta apasionante novela. Si ya visitaste Madrid recorrerás nuevamente sus calles, edificios y plazas. Si no, déjate llevar por esta historia para que conozcas no sólo la capital española sino una parte de su vida reciente.

Maestra Regina León, cuando usted me regaló este libro anotó: “Con mucho cariño y esperando le guste tanto como a mí”. Gracias por su cariño y, desde luego que la disfrute tanto como usted.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
28 de septiembre del 2008

domingo, 31 de agosto de 2008

J. Antonio Galván P., Ojos (minificción)

A la memoria de Ramón Ortiz Mejía, que hoy domingo cumpliría años

El ojo que veía siempre se burlaba del postizo. “Tú no puedes ver lo que yo veo: ni los amaneceres ni las puestas de sol, ni las rosas amarillas ni los volcanes cubiertos de nieve, ni los árboles del bosque ni la inmensidad del mar…”. El ojo que no veía, además de ciego parecía mudo: nunca contestaba las sátiras, las ironías o las palabras ásperas de su disímil compañero. Su silencio tenía razones que sólo él era capaz de comprender, su voyeurismo era lo suficientemente fuerte como para soportar la humillación, la burla o el desdén.

Cuando llegaba la noche, la mujer se recostaba a ver en la tele de 27 pulgadas algún programa que se inmiscuía en el zaping. Antes de que el sueño la venciera se desnudaba por completo y colocaba al ojo postizo sobre el buró, enseguida se acostaba sin tapar. Ahí empezaba la vida del ojo. A través de la oscuridad veía esas enormes nalgas de su dueña y, minutos después, sus prominentes senos, sus muslos macizos y su exuberante sexo…

Al día siguiente, cuando la dama empezaba su día, el ojo que veía comenzaba su sermón al postizo, éste, muy callado, llevaba para sí la película repetida que noche tras noche le dotaba de la fuerza para continuar su silencio.

José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderma
31 de agosto del 2008

miércoles, 30 de julio de 2008

Alejandro Aura, Despedida


Hoy partió Alejandro Aura,

promotor cultural, promotor de la palabra que se dice y que se lee y que se canta, promotor de la amistad, promotor de la obra que se escribe y se dirige y se actúa, promotor de la vida y la ciudad.

Se fue sin reproches y sin rencores, aunque algo apenado porque no pudo cambiar el mundo que le tocó vivir.

Hoy sus aureolas lo echan de menos. Su obra queda escrita en poemas, artículos, ensayos y textos narrativos y teatrales. Cantó sus últimos boleros a la vida.

Reproduzco Despedida, su postrer poema.

Visita su página www.alejandroaura.net

DESPEDIDA
Alejandro Aura


Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.


¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.


Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.


viernes, 18 de julio de 2008

Antonio Orlando Rodríguez, Chiquita


Premio Alfaguara 2008

Los premios que obtienen ciertas obras se convierten en determinantes para que nosotros, lectores, decidamos recorrer sus páginas e interesarnos por las historias que nos tienen deparadas.

El nombre del autor, en este caso, no me decía nada. Después supe que se trata de un escritor cubano que ha publicado algunas novelas desconocidas totalmente para mí.

La historia de Chiquita es tan singular como el propio personaje. Está contada a tres voces y escrita a dos manos. Primero, el personaje Espiridiona Cenda “Chiquita” le dicta a Cándido Olazábal sus recuerdos; muchos años después, Cándido le sugiere a Antonio Orlando Rodríguez que escriba la versión final de esa biografía. El resultado es una novela, en partes tan cierta como que relata la vida de una persona que realmente existió, en partes inventada por la propia “Chiquita”, su primer amanuense y el autor de la obra.

Espiridiona Cenda nació en Matanzas, Cuba, el 14 de diciembre de 1869, y de bebé a adulta sólo creció 26 pulgadas. No ganó ni perdió una: al morir el 11 de diciembre de 1945, tres días antes de cumplir 76 años, medía exactamente lo mismo.

Chiquita, como novela, nos cuenta la vida de esta diminuta persona, desde las preocupaciones de sus padres al ver que no crecía, su infancia y su adolescencia en la isla caribeña, hasta sus grandes éxitos artísticos en Estados Unidos y Europa.

A pesar de que en su país natal Espiridiona Cenda nunca fue conocida ni reconocida como artista, ella siempre se presentó y defendió su ser como cubana. Su vida coincide con parte de la lucha de ese país para lograr su independencia de España. Por eso la obra entrecruza dos hilos: la historia de “Chiquita” y la de Cuba antes de convertirse en república.

Espiridiona, desde niña, tendrá el don de caerle bien a la gente, por ello su paso por este mundo está lleno de coincidencias con otras muchas personas, la mayoría importantes (sobre todo en el ambiente artístico) que le permitirán descubrir y perfeccionar sus talentos, mismos que la llevarán a ser una gran artista que actuará en los mejores escenarios de su tiempo.

Lectura recomendable que nos permite recrear escenas documentadas por la historia y trozos imaginarios surgidos de la mente de Espiridiona, Cándido y Antonio.

La lectura de este río, a veces apacible a veces desatado, la inicié el domingo 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, en la Ciudad de México; la continué en La Habana, Cuba, del 13 al 17 de julio; y la concluí la calurosa mañana del 18 de julio en la habitación 5404 del hotel Meliá Varadero.

José Antonio Galván Pastrana
Varadero, provincia de Matanzas, Cuba
18 de julio del 2008

viernes, 6 de junio de 2008

Elena Sevilla, De chica quería ser puta


A Homero Ventura,
por su más reciente logro académico

A Marianita Chav-exVirgen
por la Estrella que le guía

Una tarde de mayo Homero llegó a la oficina y me dijo: “¿Ya leyó este libro? Tiene cosas buenas”. Desde ese momento decidí suspender la odisea que, por exceso de actividades y falta de tiempo, representaba para mí la lectura de El corazón helado (más de 900 páginas).

El 22 de mayo, día de Santa Rita, empecé a hincarle el diente a esta pequeña novela (144 páginas), la primera de Elena Sevilla, joven escritora que empieza a recorrer su travesía como tal con el apoyo de Axial y su colección Tinta nueva. La concluí el 2 de junio.

El título, si bien sugerente, resulta engañoso. Al principio suponemos (como leedores) que en alguna parte de la historia la protagonista-narradora nos revelará parte de su vida secreta para confesarnos por qué de niña quería ser sexoservidora (valga el eufemismo); sin embargo, no es ella a la que corresponde tal impulso para vislumbrar la posibilidad de su oficio futuro sino a otro de los personajes.

Elena Sevilla crea literariamente el microcosmos en el que se desarrollarán las acciones: un edificio “en un pueblo llamado los Reyes, en pleno corazón de Coyoacán”. Aunque no se precisa el tiempo, sí podemos concluir que los hechos se suceden cuando está escenificándose “la lucha entre AMLO y Felipillo”.

Gracias al buen oído, a la curiosidad y a su facilidad para socializar de la protagonista-narradora (a la que podemos bautizar con cualquier nombre, pues ella nunca revela este dato), somos testigos de parte de la vida de Blanca y su madre Lidia; de Sara, su esposo Abel y los hijos de ambos; de la abogada y su hija Isolda; de Marisa, vecinos todos de la relatora. Por supuesto, ésta también nos cuenta su historia, su amor frustrado, las causas de su nacimiento, las penurias de su niñez, la soltería de su madre...

Sin lugar a dudas, el destino de Isolda le dará vida, sentido y un poco de emoción a la novela. Historias de mujeres que luchan por sobrevivir en la gran ciudad. Todas buscando amor o esperándolo, y perdiéndose en la vorágine provocada por un mundo altamente tecnologizado que paradójicamente condena a los seres a vivir en soledad.
J. Antonio Galván P.
Zacatenco
6 de junio del 2008

miércoles, 23 de abril de 2008

Beatriz Espejo y Ethel Krauze (antologadoras), Atrapadas en la cama


Para mi sobrina Atzín,
que mañana cumple años

La tarde del viernes 4 de abril, de camino a la casa marista de Tepoztlán, comencé la lectura de este libro y 19 días después (el miércoles 23) lo concluí en uno de los pasillos de la UPIITA, mientras fumaba alejado de otras personas por aquello de la nueva ley de protección a los no fumadores.

Quizá tardé mucho en leer esta obra de relatos (algunos cuentos), 16 en total de igual número de autoras, pero los libros de cuentos, relatos, artículos... deben leerse muy despacio para que cada pieza cobre su verdadera fortaleza y valor. De lo contrario corremos el riesgo, como lectores, de revolver las historias, los escenarios y los personajes (aunque he de consignar que esta práctica de las lecturas simultáneas llega a ser una experiencia placentera: ¿se imaginan al Quijote cabalgando por Macondo o a Aureliano Buendía enamorado de Dulcinea o a «la niña mala» fornicando con Felipe Montero?)

Destaca en estos 16 relatos la pasión, la lujuria, la soledad, el enamoramiento, el fetichismo, la infidelidad o el antimachismo de las protagonistas. Cada mujer tiene una cama (o más), un diván, una alfombra, una mesa o un suelo (o todo ello junto) para realizar, atrapar o soñar el exquisito placer del sexo (o para añorarlo).

Bien vale la pena inmiscuirse como lector masculino en esa psicología de la que conocemos muy poco (la psicología amatoria de las mujeres) y, supongo, que como lectora fémina en contrastar las experiencias o fantasías o alcances o limitaciones.

Le invito a escuchar con los ojos estos retazos de historia contados por Luisa Josefina Hernández (La historia hallada por Elena), Inés Arredondo (Sombra entre sombras), Aline Pettersson (Historia a cuatro manos), Rosa Nissán (La isla), Beatriz Espejo (El espejo lateral), Ángeles Mastretta (una tía de Mujeres de ojos grandes), Martha Cerda (La última campanada), Rosa María Roffiel (El para siempre dura una noche de luna llena), Ethel Krauze (El secreto de la infidelidad), María Teresa Priego (La otra mujer), Maries Ayala (Camas separadas), Rosa Beltrán (ShereSade), Cristina Pérez Stadelmann (Oil of love), Ana Clavel (Turbias lágrimas de una simple durmiente), Alejandra Rodríguez Arango (Leche agria) y Carolina Luna (La avidez).

Desde luego, lector/a, bien vale el esfuerzo leer el excelente prólogo de Ethel Krauze y la no menos ilustrativa introducción de Beatriz Espejo. Del primero retomo este párrafo: “La cama: ese mullido rectángulo cubierto de sábanas y almohadas que tanto significa para nosotras, no sólo porque el ella nacemos, soñamos y morimos, como casi todos los humanos, sino porque es el espacio donde parimos, amamantamos, nos confinamos cuando estamos deprimidas y nos condenamos a tejer fantasías o a fabricar maledicencias con nuestros cuerpos desbocados. La cama es, pues, identidad, yugo y liberación al mismo tiempo. Su colchón y los secretos que ahí se esconden contienen gran parte de nuestras vidas. Rumores, latidos, cabalgatas; deseos, frustraciones, gemidos de dolor y de placer; palabras murmuradas, palabras contenidas; lágrimas, gritos, plegarias... Todo puede ocurrir en una cama”.

J. Antonio Galván P.
Zacatenco
23 de abril del 2008

viernes, 28 de marzo de 2008

¡¡¡Ya llegué!!!


Estimado/a navegante:

Un poco tarde, pero al fin me decidí a entrarle a este mundo de los blog. Dudaba hacerlo porque el tiempo es muy escaso. No vale la pena inundar el ciberespacio con eructos momentáneos.

Este rincón está destinado a publicar una sección que empecé hace algunos años, la titulé "separador" en una de las carpetas del disco duro de mi pc, mi lap y mi usb. "Separador" busca recordarme y compartir con otros mis percepciones sobre mis lecturas literarias. Los textos no son reseñas críticas que sirvan al lector para formarse una idea sobre el contenido de un texto y, a partir de ahí, decidir si lo lee o no; son sólo apuntes personales que, gracias a este medio, pueden motivar una comunicación entre dos, tres o cuatro...

Además, en nuestro recorrido como lectores, nos encontramos con fragmentos enriquecedores que, inundados de olvido, permanecen muertos en el libro cerrado. Ante ello, aquí rescato algunas líneas que me parecieron curiosas o pujantes o irónicas o patrióticas o didácticas o dignas de leer y volver a leer, así como paráfrasis personales o textos originales que de vez en cuando se alimentan en mi mente y mi pluma lleva al papel.

Gracias por haber tocado esta pequeña ventana. Bienvenida/o a este rincón.

J. Antonio Galván P.

jueves, 27 de marzo de 2008

Héctor Aguilar Camín, La conspiración de la fortuna

En diciembre del 2006 me regalé este libro. Empecé a leerlo en dos ocasiones, pero no le pude clavar el diente. La tercera fue la vencida, y ésta inició el 18 de marzo del 2008 y concluyó nueve días después: la tarde del jueves 27.

Supuse, y no me equivoqué, que esta historia se inscribía en la temática que tanto le gusta a Héctor Aguilar Camín: novelar pasajes de la historia de México basados en la política, así como sucede en Morir en el Golfo, La guerra de Galio o El resplandor de la madera.

La conspiración de la fortuna es el relato de una amistad, la que se da entre el personaje principal, Santos Rodríguez, y un periodista (cuyo nombre nunca se menciona) que lo cuenta. Éste se convierte en testigo, personaje y relator. La historia abarca casi medio siglo, desde que Santos es ingeniero constructor y requiere del periodista para sensibilizar a los habitantes de un pueblo, para que permitan la “desaparición” de éste a cambio de los beneficios que les traerá la construcción de una presa. Ahí arranca la amistad entre estos personajes y los deseos de Santos por acceder a los círculos privilegiados del poder.

Entonces aparece la política, sus angostos callejones y sus anchas avenidas, que serán recorridos uno a uno por Santos Rodríguez en el microcosmos armado pieza a pieza por la pluma de Aguilar Camín.

Así nos enteramos de las múltiples vidas de Santos: el amigo, el ingeniero exitoso, el político soberbio, el fundador de su primera familia (con su esposa Adelaida y sus tres hijos: Santos, Sebastián y Salvador), el fundador de su segunda familia (con su amante Silvana y su hijo Salomón), el marido por conveniencia, el adúltero por amor, el personaje al que la fortuna le da la espalda en dos ocasiones.

La historia, política y amistosa, tiene como contexto un país: México, y sus avatares en la búsqueda del progreso, mismo que nunca cuaja para las mayorías sino sólo para aquellos que tienen el acceso a la función pública, los grandes negocios dentro y fuera del gobierno, el poder de las armas o el poder de los negocios al margen de la ley (el narcotráfico).

Asistimos, pues, a las distintas escenas en las que se hilvanan los hilos que poco a poco van uniendo los retazos de las vidas de Santos Rodríguez. Escenas bien logradas aunque al final quedan algunos cabos sueltos que el escritor no logra amarrar ni cortar.

La lectura de este libro tuvo como telón de fondo al propio México que se sigue tropezando en los escalones que conducen al progreso: que si el gobierno panista quiere privatizar Pemex, que si los lopezobradoristas se oponen, que si los perredistas son tan tramposos como los priístas, que si… Y otro más personal: el ascenso del doctor Ruperto Patiño a la Dirección de la Facultad de Derecho de la UNAM, razón por la cual esta lectura y estas líneas están dedicadas a él por tan importante logro académico y como agradecimiento por lo ha hecho a favor de la familia de este lector-amanuense.

J. Antonio Galván P.
Colonia Moderna
27 de marzo del 2008

lunes, 17 de marzo de 2008

Alejandro Almazán, Gumaro de Dios, el Caníbal

Del 2 al 13 de marzo del 2008 leí este trabajo periodístico de Alejandro Almazán (ganador en tres ocasiones del Premio Nacional de Periodismo en la modalidad de crónica).

El texto versa sobre un hecho macabro sucedido en una choza situada en el kilómetro 26 de la carretera Playa del Carmen–Cancún, en el estado de Quintana Roo, en diciembre del 2004: Gumaro de Dios Arias asesina a su pareja homosexual, “el Pelón”, y lo convierte en una especie de despensa al ir disponiendo, para comer, los trozos de la carne del occiso.

Un conocido de Gumaro da aviso a las autoridades policíacas y ahí empieza la historia pública y mediática de “el Caníbal”. El cronista Alejandro Almazán recrea el hecho y lo presenta en esta obra, cuyo valor periodístico está más allá del origen truculento que le da vida.

La crónica es reconstruida gracias a la entrevista (en diversas ocasiones) que el reportero realiza con Gumaro (en el penal de Playa del Carmen y en el Centro de Rehabilitación Psicosocial en el estado de Morelos); con Rosa, hermana de Gumaro; y con algunas personas que conocieron a éste antes o después del crimen. Además de la consulta del expediente del inculpado y de la observación que el reportero realiza sobre la persona de “el Caníbal” y los ambientes en los que él vive como preso y como enfermo mental.

Es muy difícil, tanto para el reportero como para el lector, encontrar los asideros de certeza en torno de la personalidad de Gumaro. ¿Qué de todo lo que cuenta sobre su persona es cierto y qué es producto de su fantasía? Hay un Gumaro “normal” como niño y joven que forma parte de una numerosa y humilde familia, y un Gumaro delincuente a partir de su ingreso y salida del ejército mexicano: experiencia que marca y cambia su vida.

En el relato, destaca la voz del periodista que desde la primera línea se asume como tal y que nos lleva de la mano, como lectores, a los momentos más importantes y significativos que permiten formarnos una idea personal de Gumaro de Dios hijo, hermano, drogadicto, violador, asesino, caníbal, enfermo mental, enfermo de sida.

J. Antonio Galván P.
Col. Doctores
17 de marzo del 2008

martes, 19 de febrero de 2008

Paulo Coelho, Once minutos

Estas líneas están dedicadas a la memoria de
Paco Munguía, fallecido el 10 de febrero del 2008.
Hasta siempre, mano, esta vez sí falló la torreta.


Del 24 de enero al 4 de febrero del 2008 leí esta obra de Paulo Coelho. Es la primera ―y muy probablemente la única― que leo de este autor, signado por el dedo mágico y bendito de la mercadotecnia y traducido a 63 lenguas en 150 países.

En Once minutos, Coelho desde la primera línea descubre la trama: “Érase una vez una prostituta llamada María”. Y así la puerta se abre para entrar al mundo y a la historia de esta mujer, primero adolescente y luego adulta, que por razones poco poderosas y coincidencias extremas (ésas que sólo puede acomodar la ficción vuelta literatura) decide convertirse, para decirlo eufemísticamente, en vendedora de placeres carnales.

Pero no es una prostituta cualquiera. Poco a poco se descubre como una sexoservidora intelectual, que además de escribir su diario (lo que nos permite como lectores inmiscuirnos en sus pensamientos y sentimientos más personales) es capaz de trazar la prospectiva de su vida y saber con certeza que su “ser ramera” es sólo una etapa de su vida. Así, con plena conciencia, su oficio se convierte en un medio para lograr lo que realmente desea: tener una apacible vida al lado de sus padres en una granja que ella comprará con sus ahorros.

Dos viajes marcan la existencia de María: uno a Copacabana y otro a Suiza. La parte más significativa de su historia transcurre, justamente, en este país. Ahí conoce a dos personas que jugarán un papel muy importante en su vida: Ralf y Terence. Con el primero conoce los rincones más sublimes del amor, mientras el segundo la lleva a los umbrales del sadomasoquismo.

La historia, aunque al final el autor nos asegura que está basada en un personaje de la vida real, resulta poco creíble. Demasiado rosa para comprender los haceres de María y las cuerdas que determinan su destino.

Quizá lo más rescatable sea el cálculo de que el hecho más significativo de nuestra vida erótico-sexual sólo dura once minutos, aunque Irving Wallace asegure que sólo siete.

J. Antonio Galván P.
19 de febrero del 2008
Tláhuac-Colonia Moderna

Ana Clavel, Cuerpo náufrago

La lectura de esta obra la realicé del 15 de febrero al 1 de marzo del 2008. Tenía previsto concluirla el 29 de febrero para celebrar, simbólicamente, y aprovechar este año bisiesto. Pero el cansancio y el sueño dieron al traste con esta pretensión.

Ana Clavel nos lleva por el mar agitado de una parte de la vida de Antonia (Antón) que inicia justo una mañana que ella se despierta y descubre que ha dejado de ser mujer y ahora su mente, su espíritu, su ser... habitan el cuerpo de un hombre.

Así, esta especie de Gregorio Samsa mexicano y posmoderno comienza a ajustar el rumbo de sus actividades y su vida para aprender a disfrutar su nueva realidad.

Los azares y las coincidencias de su tránsito en la búsqueda de sus nuevos asideros, llevan a Antonia a encontrar a un viejo amigo: Francisco, quien la acerca a otras personas que pasarán a formar parte de su microcosmos social: Carlos, Raimundo, Malva, Claudia, Paula...

Su reciente apariencia, sexo y personalidad la llevan a descubrir una especie de fetichismo externo y su obsesión por lo mingitorios, objetos que se convertirán en un hilo conductor que guiará los actos de Antón y sus amigas y amigos.

Terminé de leer esta obra mientras me transportaba (el sábado 1 de marzo) en un taxi. Iba leyendo con mucho interés las que sabía eran las últimas páginas cuando de repente la obra llegó al final, así, abruptamente, sin mediar explicaciones ni resoluciones ni estertores. Entonces me sentí como un lector náufrago.

Rescato, por último, dos enseñanzas de Ana Clavel:

1. La Quinta Ley de Newton: “Por más que te esfuerces siempre caerá una gota fuera de lugar”. (Aplica sólo para hombres).
2. En el reino del albur, todo tuerto tiene al menos dos ojos.

J. Antonio Galván P.
Tláhuac-Colonia Moderna
19 de febrero del 2008

jueves, 24 de enero de 2008

Ildefonso Falcones, La catedral del mar

El año 2007 lo terminé leyendo esta novela (20 de diciembre) y el 2008 lo inicié de la misma forma (24 de enero). En estos días hubo de todo: alegría por saber que Antonio y Sofía regresaban a casa, le emoción de las bodas de plata, los deseos de año nuevo, la tristeza por el regreso de Sofía a Washington, la celebración por las ocho décadas de vida de mi madre. En fin, todo aquello que forma parte de la vida misma.

No quiero escribir: “¡Qué novela!”, pero me veo obligado a expresarme de esta forma por la impactante historia surgida de la pluma, la investigación, el talento y la imaginación del abogado Falcones.

La catedral del mar se sitúa en Barcelona, del año 1320 a 1384. Casi trece lustros en los que compartimos las alegrías y los pesares de Arnau Estanyol, quien nace siervo de la tierra y que gracias a las circunstancias que marcan la vida de sus padres, Bernat y Francesca, logrará convertirse en ciudadano barcelonés, cataix (cargador), cambista y más tarde en noble.

El relato de la vida de Arnau corre a la par de la construcción de la llamada Catedral de Santa María del Mar. Recinto construido por y para el pueblo de Barcelona, especialmente para aquellos que tienen en el mar su centro de trabajo y de sostenimiento económico.

Innumerables son los personajes que cruzan el camino de Anau. Destacan Bernat y Francesca, sus padres; Llorenç de Bellera, los integrantes de la familia Puig; Joan, su amigo de la infancia y que luego será una especie de hermano para el protagonista; Adelis y Mar, de quienes en distintas etapas de su vida Arnau se enamora; Elionor, gracias a y a pesar de quien Arnau logra convertirse en noble; la familia del judío Hasdai y del esclavo moro Sahat (quien ya libre y convertido al cristianismo será Guillem); y muchos otros que le acompañarán en ese recorrido de 64 años.

Las acciones de los personajes están marcadas por un contexto que va de la guerra contra otros principados a la Inquisición, pasando por la peste, el poder de los ricos, el papel de la mujer, el rol de la Iglesia con sus papas incluidos, la actividad comercial, agrícola y marítima; los nobles, los siervos, los esclavos y los ciudadanos, la host y el Via fora.

Si tienes oportunidad, no dejes de leer esta novela. Es cierto que abundan en ella acontecimientos pocos creíbles (sobre todo muchos de los que realiza Arnau, que se convierte en una especie de supermán medieval), pero también lo es que página a página los hechos se suceden rápidamente, uno tras otro, lo que permite que el lector no pierda el tiempo en descripciones innecesarias.

La tarde del jueves 24 de enero concluí la lectura y de inmediato me di a la tarea de escribir estas líneas.

J. Antonio Galván P.
Tláhuac
24 de enero del 2008