Desde hace varias semanas nos enteramos que Carlos Monsiváis estaba en terapia intensiva en el Hospital de Nutrición. Luego nos informaron que había salido de esa área, después que había vuelto…
Hoy la noticia se regó rápidamente. Monsiváis había dejado de existir. Margarita y yo comíamos plácidamente en Las Sillas cuando a mi cel llegó un mensaje. Era de Paco López y sólo decía: Murió Monsiváis. No acababa de leer cuando entró otro, éste era de Fabiana Medina y decía lo mismo. En seguida me llamó mi hija y sólo me pregunto: “Papi, ¿ya supiste?” Margarita y yo sólo pudimos comentar que ayer se había ido Saramago y hoy Monsiváis. Al llegar a mi casa, escribí en mi muro de facebook: “Dios, detén tu ira. Ayer te llevaste a Saramago y hoy te llevas a Monsi. ¿Qué onda contigo? ¿Por qué te empeñas en quitarnos nuestra conciencia, nuestra posibilidad de reflexión? El único consuelo que nos queda es que hoy gozan del infierno que les prometiste y en el que ellos no creyeron. La “R” está llorando, perdió su sonoridad. Por tu madre, bohemio”.
Desde luego que esta entrada no será un artículo como los muchos que escribirán los muchos amigos de Carlos, aquellos que lo conocieron y convivieron con él. Los que fueron sus compañeros de trabajo o de lucha política. Yo sólo me dedicaré a relatar algunas escenas que tuve de este incalificable intelectual mexicano, que en la denominación genérica de periodista o escritor albergaba al cronista, ensayista, prologuista, antologador, columnista, humorista, crítico, articulista. Y que en todas en todas esas sus facetas profesionales era singular, único, irrepetible.
A mediados de los setenta empecé a escuchar que algunos de mis profesores del CCH se referían a los escritos de Monsiváis. Lo comencé a leer a finales del 77 en los primeros ejemplares del Uno más uno, acabadito de fundar. La verdad a muchos de sus artículos no les hincaba el diente. Años después alguien me dijo: ese Monsiváis es bien denso. Entonces supe por qué no entendía mucho de lo que él publicaba.
En el 79 empecé a cursar mis estudios de licenciatura en la UNAM. Ahí nuevamente Monsiváis era un referente infaltable. Una tarde cualquiera yo estaba en uno de los pasillos de la antigua Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Veía los libros y las revistas que se expendían en el suelo. Escuché junto a mí una voz que preguntaba por el precio de un libro. La voz se me hizo conocida: a mi lado estaba el mismísimo Carlos Monsiváis. Creo que sólo le alcancé a sonreír. Él cerró la compra y se marchó lentamente. Vestía un pantalón de mezclilla, una camisa amarilla y una chamarra de gamuza.
En cuarto semestre cursé la materia de Periodismo con el maestro Fernando Benítez. Para esas fechas yo ni siquiera sabía de la trascendencia de este personaje de la tercera edad que lunes y miércoles de 4 a 6 de la tarde nos impartía el curso. Pero al poco tiempo supe que ese anciano alegre, optimista y lleno de vitalidad era uno de los más grandes periodistas de este país. El fundador en México de los suplementos culturales y autor de una magna obra llamada Los indios de México, que para entonces constaba de cuatro tomos. Las clases de Benítez no sólo eran de periodismo, también lo eran de historia de México, del México que él había vivido (nació en 1912) y padecido. El México que también era de nosotros, noveles aprendices.
Un tema recurrente en el discurso de Benítez era su incidencia en la formación de extraordinarios periodistas y escritores. Siempre hablaba de Carlos Fuentes, José Emilio y Cristina Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Nada más, pero nada menos. A una de las últimas sesiones del semestre Don Fernando llegó acompañado por Monsiváis. Con su tono cansino y su voz casi apagada, su cabello revuelto y sus grandes lentes, nos dio una cátedra sobre una de sus especialidades: la crónica. Por esos días la editorial Era acababa de publicar A ustedes les consta. Antología de la crónica en México, quizá la más grande de las muchas antologías preparadas y publicadas por Monsiváis.
Un año después, la FCPyS organizó un ciclo de conferencias sobre el cine en México. Uno de los conferenciantes fue Monsiváis. El salón 2 de la facultad, que hacía las veces del auditorio con que no contaba, se abarrotó de profesores y jóvenes estudiantes. Escuché ahora al Carlos crítico de cine, que a cada párrafo del escrito que leía arrancaba los aplausos y las risas de su público. Con estilo mordaz y satírico puso como lazo de cochino al cine nacional, desde las películas de la llamada época de oro hasta las, en ese momento actuales, películas de ficheras.
Terminó la conferencia. Muchos se acercaron al maestro. Yo me mantuve a distancia. De repente, entre apretones de mano y sonrisas, Monsiváis emprendió la retirada. Llevaba bajo el brazo, sin fólder, las páginas que había leído. Con temor me acerqué y le dije si me permitía su escrito, le sacaría copias fotostáticas y en seguida se lo devolvería. Él sólo tomó las hojas y me las entregó. Me dijo que no era necesario que sacara copias. Le agradecí y él se marchó. Ahora que recuerdo no sé dónde anda ese original, pero lo voy a buscar y a llevar al Estanquillo, la casa-museo que Monsiváis nos regaló a los mexicanos.
Otra escena con Monsiváis fue a mediados de los ochenta cuando Fernando Benítez presentó el quinto tomo de Los indios de México. El acto fue en la sala Manuel M. Ponce, en Bellas Artes. Estuvieron Benítez, Monsiváis y Cristina Pacheco. Carlos hizo una semblanza sobre el trabajo de Benítez en las diversas comunidades indígenas con las que convivió, por más de un cuarto de siglo, para escribir su obra. Luego, Cristina entrevistó a Benítez. Recuerdo que una de las preguntas que ella le hizo fue: "Fernando, ¿en verdad crees que los indios de México te han leído?" Benítez contestó: "El único indio que me consta que me ha leído es Carlos Monsiváis". Risas y aplausos del público.
Por último, te cuento, único/a lector/a, esta escena. La mañana del 16 de julio de 1988 el Frente Democrático Nacional convocó a una marcha para defender el voto de las elecciones ocurridas diez días antes. Es decir, en contra del fraude electoral, la caída del sistema, que llevaba a la presidencia de la república a Carlos Salinas y desconocía el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas. Esa megamarcha salió del Monumento a la Revolución y llegó al Zócalo, pero éste fue insuficiente para dar cabida a los miles y miles de mexicanos que asistimos.
En el Monumento vi a Heberto Castillo y a Porfirio Muñoz Ledo, entre muchos otros personajes. La marcha inició y a unos metros de mí caminaba, solo, el ciudadano Carlos Monsiváis. Era un marchista protestante más. No gritaba consignas ni bailaba ni tocaba un tambor o una corneta como los muchos miles de otros. Él sólo caminaba. Pensé: seguramente está tomando nota mental para su crónica de mañana. Y así fue. Al día siguiente la crónica de la marcha se publicaba en la primera plana de La Jornada. La leí con detenimiento y quedé asombrado de la fidelidad con la que Monsiváis recreaba lo vivido en esa marcha histórica. Conste que no tomaba apuntes, pero sus ojos, sus oídos, su olfato, su instinto de cronista-reportero-periodista le bastaban para reconstruir los sucesos percibidos.
Pues sí. Esto es lo que puedo escribir de este mexicano ejemplar, de este maestro de la palabra que fue y seguirá siendo parte de la materia gris de los mexicanos. Como a todos los escritores que se marchan, ahora hay que leerlo con más ímpetu, con más detenimiento. Con seguridad las nuevas generaciones de mexicanos sabrán de los grandes pasajes de la historia de este país, de la segunda mitad del siglo XX y de la primera década del XXI, a partir de los ojos y la escritura de Monsiváis, el buen Monsi.
Sería inútil hacer la relación de su vasta obra. Yo me quedo con sus crónicas y su agudeza de columnista en las muchas entregas que nos regaló en “Por mi madre, bohemios”.
José Antonio Galván Pastrana
Colonia Moderna
19 de junio de 2010
4 comentarios:
Tal y cómo usted dice, primero Saramago y ahora Carlos Monisváis. Es una pena que el escritor, el cronista, el ensayista y el analista político capaz de mantener a raya a la más tétrica intolerancia, se haya ido. Recuerdo que cuando algún político o "intelectual" oportunista opinaba sobre algún tema de interés nacional, de inmediato, Monsiváis, esgrimiendo como nadie su gran agudeza intelectual, lo desnudaba y lo exhibía ante todos como lo que realmente era. ¡Cómo respiraba aliviado cuando ponía en su lugar a ultraderechistas, a fascistas, a pseudointelectuales, al clero!
Y ahora que ya no está él ¿quién podrá defendernos?
Aplausos para el profe que vino y posteó su tarea a tiempo!!! Profe tiene diez, le quedó muy bonita.
Por qué yo no sabía que Benitez le había dado clase???
José Antonio querido y adorado:
Pues el querido Monsi ya está haciendo de las suyas, pues ha provocado reencontrarte y leerte conmovida y agradecida.
Mil gracias por tu texto, sin duda el buen Monsi a todos y a todas nos dejó recuerdos, palabras, sabiduría y amor por este país, pese a todo.
Dra. Elvira Hernández Carballido
Estimado José Antonio
Buen acierto este de que el blog venga al mail, buena medida para olvidadizos y distraídos.
He leído con interés tu escrito, casi crónica, que me ha esculcado el recuerdo con el pretexto de la muerte de este autor. Sin duda figura pública característica de épocas idas y que bien a bien aún no acabo de convencerme si lo era de éstas, las épocas actuales, donde al igual que Paz, se dejó tentar por las luces y la fama de la pantalla. Mala época esta en la que la televisión nos vende intelectuales de las épocas pasadas integradas al horario “triple a” para vestirse de intelectualidad y pensamientos abiertos, pero peor aquella en la que son estos figurones del pasado, rebasados por el twiter y el face en el reyno de la autopista de la información, quienes se dejan mecer por el murmullo solaz de la cadena nacional.
Ha muerto la figura y de su obra que hoy tanto se alaba ya nos dirá la historia el justo lugar que le corresponde y ya será otra la arena donde se dirimirán bondades y flaquezas de las obras que nos deja.
En cambio he de agradecer en tu relato, el traslado vía la memoria a los días de la Facultad, engullida hoy por su vecina Derecho, a sus tardes lluviosas y a sus alrededores vestidos escandalosamente por las jacarandas y sobre todo, el esfuerzo de llegar, recorriendo media ciudad a la carrera, para arribar a tiempo a ese espacio en el que recibíamos, entre consejos y regaños, las increíbles clases del añorado Don Fernando Benítez, sabiduría llena de anécdotas que nos llevo a comprender y aprender el arte del qué, de los comos y los cuando y por quién, en medio del descomunal ruido de las viejas máquinas de escribir.
Te agradezco este disparador de la memoria que me trajo el nostálgico recuerdo de los tiempos en los que aún no éramos y que entre plática y plática soñábamos ser.
Un abrazo
Raúl Canseco
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