Hoy, 17 de abril
de 2017, se cumplen tres años de la muerte de Gabriel García Márquez. Sus
herederos no nos han regalado la buena noticia de alguna publicación póstuma:
quizá una novela completa o inconclusa que se haya quedado guardada en el disco
duro de la computadora del escritor, o un texto mecanografiado invadido por las
correcciones que solía hacer y que resultase un nuevo libro de cuentos, o quizá
un pedazo de su autobiografía que, según GGM, estaría compuesta por tres tomos
y sólo nos dejó uno (Vivir para contarla).
Por lo demás,
sus leedores hemos vuelto a abrir sus textos y, llevados por la magia de la
relectura, los encontramos tan frescos, creativos, mágicos y contundentes como
la primera vez.
Este amanuense
semana a semana (entre 1980 y 1984) esperaba con ansia la llegada del lunes
para ir al quiosco por el ejemplar de la revista Proceso (ya suscrito la recibía el domingo). Lo primero que buscaba
era, justamente, el artículo de García Márquez. Por lo regular lo leía cuando
en el metro me transportaba a mi trabajo. Entonces me invadía una feliz sensación
por haber recorrido esas líneas y gustado de la escritura diáfana e interesante
de GGM. Cuando noté que esos materiales se dejaron de publicar en la revista,
dudé si valía la pena seguir comprándola, pues me di cuenta que de muchos
números sólo leí el artículo del colombiano.
García Márquez
varias veces declaró que él escribía para hacer felices a sus amigos, para que
lo quisieran más. Pero hoy nos queda claro que él tuvo muchos amigos (millones
en todo el mundo) que no conoció, y que al leer sus novelas, sus cuentos, sus
reportajes, sus crónicas, sus artículos, sus discursos… cada vez lo fueron
queriendo más y más.
Enseguida
reproduzco uno de esos artículos publicados en México por el semanario Proceso, pero que aparecían en
decenas de diarios o revistas de habla hispana. Se publicó unas semanas antes
de que su autor fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
"Se necesita un escritor"
Proceso, No. 0309 pág. 28 4 de octubre de 1982
Gabriel García
Márquez
Me preguntan con
frecuencia qué es lo que me hace más falta en la vida, y siempre contesto la
verdad: "Un escritor". El chiste no es tan bobo como parece. Si
alguna vez me encontrara con el compromiso ineludible de escribir un cuento de
15 cuartillas para esta noche, acudiría a mis incontables notas atrasadas y
estoy seguro de que llegaría a tiempo a la imprenta. Tal vez sería un cuento
muy malo, pero el compromiso quedaría cumplido, que al fin y al cabo es lo
único que he querido decir con este ejemplo de pesadilla. En cambio, no sería
capaz de escribir un telegrama de felicitación ni una carta de pésame sin
reventarme el hígado durante una semana. Para estos deberes indeseables, como
para tantos otros de la vida social, la mayoría de los escritores que conozco
quisiera apelar a los buenos oficios de otro escritor.
Una buena prueba
del sentido casi bárbaro del honor profesional lo es sin duda la nota que
escribo todas las semanas, y que por estos días de octubre va a cumplir sus
primeros dos años de soledad. Sólo una vez ha faltado en este rincón, y no fue
por culpa mía, sino por una falla de última hora en los sistemas de
transmisión. La escribo todos los viernes, desde las nueve de la mañana hasta
las tres de la tarde, con la misma voluntad, la misma conciencia, la misma
alegría, y muchas veces con la misma inspiración con que tendría que escribir
una obra maestra. Cuando no tengo el tema bien definido me acuesto mal la noche
del jueves, pero la experiencia me ha enseñado que el drama se resolverá por si
solo durante el sueño, y que empezará a fluir por la mañana desde el instante
en que me siente ante la máquina de escribir. Sin embargo, casi siempre tengo
varios temas pensados con anticipación, y poco a poco voy recogiendo y
ordenando los datos de distintas fuentes y comprobándolos con mucho rigor, pues
tengo la impresión de que los lectores no son tan indulgentes con mis metidas
de pata como tal vez lo serían con el otro escritor que me hace falta. Mi
primer propósito con estas notas es que cada semana le enseñen algo a los
lectores comunes y corrientes, que son los que me interesan, aunque esas
enseñanzas les parezcan obvias y tal vez pueriles a los sabios doctores que
todo lo saben. El otro propósito –el más difícil– es que siempre estén tan bien
escritas como yo sea capaz de hacerlo sin la ayuda del otro, pues siempre he
creído que la buena escritura es la única felicidad que se basta de sí misma.
Esta servidumbre
me la impuse porque sentía que entre una novela y otra me quedaba mucho tiempo
sin escribir, y poco a poco –como los peloteros– iba perdiendo la calentura del
brazo. Más tarde, esa decisión artesanal se convirtió en un compromiso con los
lectores, y hoy es un laberinto de espejos del cual no consigo salir. A no ser
que encontrara, por supuesto, al escritor providencial que saliera por mí. Pero
temo que ya sea demasiado tarde, pues las tres únicas veces en que tomé la
determinación de no escribir más estas notas, me lo impidió con su
autoritarismo implacable el pequeño argentino que también yo llevo dentro.
La primera vez
que lo decidí fue cuando traté de escribir la primera después de 20 años de no
hacerlo, y necesité una semana de galeote para terminarla. La segunda vez fue hace
más de un año, cuando pasaba unos días de descanso con el general Omar Torrijos
en la base militar de Farallón, y estaba el día tan diáfano y tan pacífico el
océano que daban más ganas de navegar que de escribir. "Le mando un
telegrama al director diciendo que hoy no hay nota, y ya está", pensé, con
un suspiro de alivio. Pero no pude almorzar por el peso de la mala conciencia,
y a las seis de la tarde me encerré en el cuarto, escribí en una hora y media
lo primero que se me ocurrió, y le entregué la nota a un edecán del general
Torrijos para que la enviara por télex a Bogotá, con el ruego de que la
mandaran desde allí a Madrid y a México. Sólo al día siguiente supe que el
general Torrijos había tenido que ordenar el envío de un avión militar hasta el
aeropuerto de Panamá y desde allí en helicóptero al palacio presidencial, desde
donde me hicieron el favor de distribuir el texto por algún canal oficial.
La última vez
hace ahora seis meses, cuando descubrí al despertar que ya tenía madura en el
corazón la novela de amor que tanto había anhelado escribir desde hacía tantos
años, y que no tenía otra alternativa que no escribirla nunca o sumergirme en
ella de inmediato y de tiempo completo. Sin embargo, a la hora de la verdad no
tuve suficientes riñones para renunciar a mi cautiverio semanal, y por primera
vez estoy haciendo algo que siempre me pareció imposible: escribo la novela
todos los días, letra por letra, con la misma paciencia y ojalá con la misma
suerte con que picotean las gallinas en los patios, y oyendo cada día más cerca
los pasos temibles de animal grande del próximo viernes. Pero aquí estamos otra
vez, como siempre, y ojalá para siempre.
Ya sospechaba yo
que no escaparía jamás de esta jaula, desde la tarde en que empecé a escribir
esta nota en mi casa de Bogotá y la terminé al día siguiente bajo la protección
diplomática de la embajada de México. Lo seguí sospechando en la oficina de
telégrafos de la isla de Creta, un viertes del pasado julio, cuando logré
entenderme con el empleado de turno para que transmitiera el texto en
castellano. Lo seguí sospechando en Montreal, cuando tuve que comprar una
máquina de escribir de emergencia porque el voltaje de la mía no era el mismo
del hotel. Acabé de sospecharlo para siempre hace apenas dos meses en Cuba,
cuando tuve que cambiar dos veces las máquinas de escribir porque se negaban a
entenderse conmigo. Por último me llevaron una eléctrica de costumbres tan
avanzadas, que terminé escribiendo de puño y letra y en un cuaderno de hojas
cuadriculadas como en los tiempos remotos y felices de la escuela primaria de
Aracataca. Cada vez que me ocurría uno de estos percances apelaba con más
ansiedad de tener alguien que se hiciera cargo de mi buena suerte: un escritor.
Con todo, nunca
he sentido esa necesidad de un modo tan intenso, como un día de hace muchos
años en que llegué a la casa de Luis Alcoriza, en México, para trabajar con él
en el guion de una película. Lo encontré consternado a las diez de la mañana,
porque su cocinera le había pedido el favor de escribirle una carta para el
director de Seguridad Social. Alcoriza, que es un escritor excelente con una
práctica cotidiana de cajero de banco, que había sido el escritor más
inteligente de los primeros guiones para Luis Buñuel y más tarde para sus
propias películas, había pensado que la carta sería un asunto de media hora.
Pero lo encontré loco de furia, en medio de un montón de papeles rotos, en los
cuales no había mucho más que todas las variaciones concebibles de la fórmula
inicial: por medio de la presente tengo el gusto de dirigirme a usted para.
Traté de ayudarlo, y tres horas después seguíamos haciendo borradores y
rompiendo papeles, ya medio borrachos de ginebra con vermouth y atiborrados de
chorizos españoles, pero sin haber podido ir más allá de las primeras letras
convencionales. Nunca olvidaré la cara de misericordia de la buena cocinera
cuando volvió por su carta a las tres de la tarde y le dijimos sin pudor que no
habíamos podido escribirla. "Pero si es muy fácil", nos dijo, con
toda su humildad. "Mire usted". Y entonces empezó a improvisar la
carta con tanta precisión y tanto dominio, que Luis Alcoriza se vio en apuros
para copiarla en la máquina con la misma fluidez con que ella dictaba. Aquel
día –como todavía hoy– me quedé pensando que tal vez aquella mujer que
envejecía sin gloria en el limbo de la cocina, era tal vez el escritor secreto
que me hacía falta en la vida para ser un hombre feliz.
La lectura nos hace libres y felices
José Antonio
Galván Pastrana
Colonia Moderna,
CDMX
17 de abril de
2017
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