Este domingo caluroso se cumplen dos años de la partida de
GGM. Según su acta de defunción, Gabriel José García Márquez (algunas fuentes
señalan que su nombre completo era Gabriel José de la Concordia), originario de
Aractaca [sic.], República de Colombia, de ocupación escritor, murió a las 12
horas con 4 minutos del día 17 de abril de 2014. El desenlace ocurrió en su
domicilio de Fuego 144, Jardines del Pedregal, en la Ciudad de México. La causa
de su muerte fue “neumonía adquirida en la comunidad, sepsis”. Fue cremado el
mismo día en la funeraria J. García López Pedregal. El mismo documento consigna
que estuvo casado con Mercedes Raquel Barcha Pardo.
Días después de ese suceso que enlutó las letras
universales, se dio a conocer que García Márquez había dejado una novela
inconclusa: En agosto nos vemos,
misma que sería editada y publicada en breve. Han pasado dos años y los
herederos de GGM no han informado si esa versión es cierta.
El pasado 14 de abril, la Biblioteca Nacional de Colombia
informó la apertura de un espacio virtual llamado Gaboteca: http://www.bibliotecanacional.gov.co/gaboteca, que contendrá toda la obra narrativa, dramática y periodística del Nobel
1982, además de las toneladas de papel que contienen reseñas, artículos,
ensayos, tesis, entrevistas… que se han producido en torno a la obra
garciamarquecina. Documentos no sólo en español sino en casi 40 lenguas.
Si bien es un lugar común, el mejor homenaje para este autor
de nuestro tiempo es leer o releer su obra.
En agosto nos vemos
Gabriel
García Márquez
Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el
transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses,
pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una
sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de
taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El
chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a
través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles
de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para
sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases
de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales,
donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una
laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más
viejo y desmerecido.
El conserje la esperaba con las llaves de la única
habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con
cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y
casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un
neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una
página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de
seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con
estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos
zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.
Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el
anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo
abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el
sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos
redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la
tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para
verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la
nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del
cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien
cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del
desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco
con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el
cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo
con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz
labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse
las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y
se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un
rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio
no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se
juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se
puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las
cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que
planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros
del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.
El taxi la esperaba bajo los platanales del portal.
Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había
un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra
grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada,
reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre
risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la
mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas
transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire
enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena
del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la
bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En la cumbre de la colina estaba el cementerio
triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el
ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros
de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían
iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el
centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho
recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana
surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante
y escapó en estampida.
Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba
exahusta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol
amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años
antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado con datos
confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días
creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo
semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y
la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó en
sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó en el
mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza racional
de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de su muerte.
Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue
convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.
Misión cumplida: había repetido aquel viaje por
veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo
cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de
fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos
en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada que hacer hasta
las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el transbordador de
regreso.
Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido
cincuenta y dos años de nacida y veintitrés de un matrimonio bien avenido con
un hombre que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de
letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de
música que seguía siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y
dos años, y su madre había sido una célebre maestra de primaria montesoriana que,
a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento.
Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los
ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para
disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser enterrada en la isla la
había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla,
desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente, porque ella misma no
creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario, sin embargo,
su padre la llevó a la isla para poner la lápida de mármol que estaban
debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor fuera de
borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiró las
playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el alboroto
atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la
laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que
dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad
de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los
tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la voluntad de su
madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fue
entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los años
mientras tuviera vida.
Agosto era el mes más caluroso del año y la
estación de los aguaceros grandes, pero ella lo entendió como una obligación de
su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre sola. Fue la única
condición que le impuso a su hombre antes de casarse, y él tuvo la inteligencia
de admitir que era algo ajeno a su poder.
Así que Ana Magdalena había visto crecer año tras
año los acantilados de cristal de los hoteles de turismo, había pasado de las
canoas de indios a las lanchas de motor, y de éstas al transbordador, y creía
tener motivos para sentirse como el nativo más antiguo de la aldea.
Aquella tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en
la cama sin más ropas que las bragas de encajes y reanudó la lectura del libro
que había empezado durante el viaje. Era el Drácula original de Bram
Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había leído con rigor lo que más le
gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier género, como el Lazarillo
de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero. En los últimos años, al borde
de los cincuenta, se había sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales.
Drácula le había fascinado desde el
principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno continuo del ventilador
colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro en el pecho. Despertó
dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y sorda de
hambre.
No era una excepción en su rutina de años. El bar
del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y varias veces había
bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Notó que había más clientes que
de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes. Ordenó
para no equivocarse un sánduiche de jamón y queso con pan tostado, y café con
leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada por los
mismos clientes mayores de cuando el hotel era el único, o de escasos recursos,
como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y el mismo Agustín Romero, ya
viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en el mismo piano de media cola de
la fiesta inaugural.
Terminó de prisa, abrumada por la humillación de
comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave y tierna, y la
niña sabía cantar. Cuando volvió en sí sólo quedaban tres parejas en mesas
dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no había visto entrar.
Vestía de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metálico
y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la mesa una botella de
aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el mundo.
El piano inició el Claro de Luna de Debussy en un
buen arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana
Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que se permitía
de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había aprendido a disfrutarlo a solas
con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la
complicidad de un amante secreto.
El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió
bien, pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la
música con el alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había
mirado, pero cuando ella lo miró por segunda vez después del primer sorbo de
ginebra, lo sorprendió mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo
la mirada mientras él miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró
hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que
ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin
reservas, y él la saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se
levantó, fue hasta su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre.
—¿Puedo invitarlo a un trago?
El hombre se resquebrajó.
—Sería un honor —dijo.
—Me bastaría con que fuera un placer —dijo ella.
No había terminado cuando ya estaba sentada a la
mesa, y sirvió un trago en la copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta
habilidad, y tan buen estilo, que él no acertó a quitarle la botella para
impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y
ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosió con sobresaltos de
todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelo intachable con un
vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos guardaron un
largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y recobró la voz. Ella se
atrevió a sentar plaza con una pregunta:
—¿Está seguro que no vendrá nadie?
—No —dijo él sin ninguna lógica—. Era un asunto de
negocios, pero ya no llegará.
Ella preguntó con una expresión de incredulidad
calculada: ¿Negocios? Él le respondió como hombre para que no le creyera: Ya no
estoy para nada más. Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien
calculada, lo remató:
—Será en su casa.
Siguió pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a
adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más: cuarenta y seis. Jugó a
descubrir su país de origen por el acento, pero no acertó en tres tentativas.
Probó a adivinar la profesión, pero él se apresuró a decirle que era ingeniero
civil, y ella sospechó que era una artimaña para impedir que llegara a la
verdad.
Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero
una pieza sagrada de Debussy, pero él no lo había advertido. Sin duda, se dio
cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio azul. Ella
le contó que estaba leyendo Drácula. Él sólo lo había leído de niño en
una versión infantil, y seguía impresionado con la idea de que el conde
desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo trago ella sintió
que el aguardiente se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su
corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La música se acabó a
las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar.
A esa hora ella lo conocía ya como si hubiera
vivido con él desde siempre. Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con
unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de
que estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no apartó de los
suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintió con el dominio suficiente
para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo
dio sin misterios:
—¿Subimos?
Él dijo con una humildad ambigua:
—No vivo aquí.
Pero ella no esperó siquiera que terminara de
decirlo. Se levantó, sacudió apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus
ojos radiantes resplandecieron.
—Yo subo primero mientras usted paga, le dijo.
Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada
más.
Subió a la habitación arrastrada por un dulce
desasosiego que no había vuelto a sentir desde su última noche de virgen.
Encendió el ventilador del techo, pero no la luz; se desnudó en la oscuridad
sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el
baño. Cuando encendió la lámpara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar
hondo con un esfuerzo para regular la respiración y controlar el temblor de las
manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los pies
macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los terribles sudores
de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de dormir. Sin tiempo de
cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de pasta dentífrica, y
volvió al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del tocador.
No esperó a que su invitado empujara la puerta,
sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él se asustó: ¡Ay, mi
madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad. Le quitó la chaqueta
a zarpazos enérgicos, le quitó la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el
suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba
impregnando de un fuerte olor de agua de lavanda. Él trató de ayudarla al
principio, pero ella se lo impidió con su audacia y su autoridad. Cuando lo
tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle
los zapatos y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón de
modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos, sin que
ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el puñado de
billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo ayudó a sacarse el
calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien
servido como su esposo, que era el único que ella conocía, pero estaba sereno y
enarbolado.
No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él
hasta el alma y lo devoró para ella y sin pensar en él, hasta que ambos
quedaron exhaustos en un caldo de sudor. Permaneció encima, luchando a solas
contra las primeras dudas de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido
sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien,
abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo. Entonces descabalgó y se tendió
bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo preguntar con el
primer aliento:
—¿Por qué yo?
—Me pareció muy hombre —dijo ella.
—Viniendo de una mujer como usted —dijo él— es un
honor.
—Ah —bromeó ella—. ¿No fue un placer?
Él no contestó y ambos yacieron pendientes de los
ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó
un aleteo cercano. Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos de
las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros banales, ella
empezó a explorar con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo
vientre. Lo exploró después con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas,
y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello rizado y tierno que le
recordó la hierba en abril. Luego empezó a provocarlo con besos tiernos en las
orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los labios. Entonces él
se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el más alto
grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas manos tan primarias fueran
capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de inducirla al modo
convencional del misionero, ella se resistió, temerosa de que se estropeara el
prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se le impuso con firmeza, la manejó
a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían dado las dos cuando la despertó un trueno
que sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la
ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago
vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el
horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
De regreso a la cama se le enredaron los pies en la
ropa de ambos. Dejó la suya en el suelo para recogerla después, y colgó la
chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la corbata, dobló los
pantalones con cuidado para no arrugarles la línea, y le puso encima las
llaves, la navaja y el dinero que se le habían caído de los bolsillos. El aire
del cuarto se refrescaba por la tormenta, así que se puso el camisón rosado de
una seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de costado y con las
piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo resistir una ráfaga
de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la cintura, y el vaho
amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al alma. Él soltó un resuello
áspero y empezó a roncar. Ella se adurmió apenas, y despertó en el vacío del
ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto quedó en la
fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un silbido continuo.
Ella empezó a teclear en sus espaldas con la punta de los dedos por simple
travesura. Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto
empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la
camisa de noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio
cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por tercera vez. Así que
se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse la camisa y se durmió
a fondo de espaldas al mundo.
Su horario natural la despertó al amanecer. Yació
un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido
de dolor de sus sienes ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego
de que algo ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se
dio cuenta de que había vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba de
la laguna.
De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la
conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su
vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo asustada por encima
del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño. Encendió las luces
generales y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la suya, que había
tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla. Hasta
entonces no se había dado cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera el
nombre, y lo único que le quedaba de su noche loca era un tenue olor de lavanda
en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de
noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado
entre sus páginas de horror un billete de a veinte dólares.
http://www.letralia.com/67/an02-067.htm
José Antonio
Galván Pastrana
Colonia
Modera CDMX
17 de abril
de 2016
Da clic: GGM 2007
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