Me voy a morir un poquito,
pero luego regreso.
Celia Pastrana
Estas líneas están dedicadas a
celebrar la vida de Celia Pastrana Castro, mi madre. Esa mujer única e
irrepetible que nació al mediodía del lunes 16 de enero del año bisiesto de
1928 y que partió de este mundo la tarde lluviosa del 7 de septiembre de 2016.
El recuento de sus 88 años de vida lo haré en otra ocasión. Por ahora sólo
quiero dejar constancia de mi agradecimiento eterno a esa mujer que sólo
asistió a la escuela cuatro años, que una tarde nublada de domingo me llevó a
pasear a la Alameda. En el centro de ese parque estaba la librería de Cristal.
Era una construcción de madera y techo de lámina.
Me impactó ver tantos libros juntos. Desde luego, a esa edad (8 años), yo
prefería los destinados a los niños. Pero mi madre era muy pobre, así que sólo
me compró una cajita con cuatro pequeños libros ilustrados que si mal no
recuerdo le costó diez pesos. Un ejemplar era de los Supersónicos, otro de
Jocuberrijau, el tercero de Bonanza y el cuarto… bueno, eran cuatro. Uno de los
eventos que más disfrutaba por aquellos años mozos era ir a esa librería. Ahí
me compró mi madre mis libros de secundaria. A mediados de los setenta, cuando
la Alameda central fue remodelada, dejó de existir la vieja librería de
Cristal, misma que fue reubicada en un local de la calle 5 de mayo.
Durante mi etapa como estudiante
mi madre financió mis libros. Jamás me negó el recurso para comprar tan importantes
objetos que, de una u otra forma, acompañaron e ilustraron mi educación
formal. Fue uno de los pilares en mi gusto por la lectura. Curiosa combinación:
ella que no leía fue mi mayor cómplice para que yo me sumergiera en esta
aventura de leer.
En una entrada para el Facebook, el 7 de septiembre de este 2016, escribí: «Hoy
a las 15:20 horas mi mamá tocó las puertas del cielo. Se fue tranquila,
liberada de sus dolores y colmada de oraciones y buenos deseos que hicieron más
ligera su partida. Sus últimos dos días fue desconectándose poco a poco y en la
película de su vida aparecieron aquellos muchos que la quisieron. Seguro les
dedicó un danzón, una paloma y la pachanga que ahora para ella es eterna».
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Dice Juan Villoro que los libros nos encuentran, que nosotros no los
buscamos ni podemos presumir que los encontramos. Esta sentencia la leí hace
algunos años en El libro salvaje,
obra para adolescentes que andan en busca de identidades, aficiones, amores,
personalidades… Justo eso me ocurrió con Quizás
en otro lugar.
Mi madre tenía seis días de haber tocado las puertas del cielo cuando
la noche del 13 de septiembre el libro me encontró en la cafebrería El Péndulo
de Álvaro Obregón. Ahí me estaba esperando, paciente y callado. Tenía muy poco
de haber salido de la imprenta y reposaba en la sección de “novedades”. De
pronto lo descubrí, mejor dicho, me descubrió.
Recordé que a Arnoldo Kraus lo había leído en algunas ocasiones en Uno más uno y, luego, en La Jornada. Sus artículos trataban temas
relacionados con la muerte. Muchas veces se acercaba a eso que podemos llamar
“tanatología”. Quizá por eso el libro me hizo “ojitos” y así fue como me
encontró para acompañarme y ayudarme a vivir mi duelo.
A partir del 13 de septiembre de 2016 quise encontrar en ese libro las
claves que me enseñaran a comprender las razones de la partida de mi madre; páginas
y testimonios que me provocaran aprendizajes vueltos consuelo, consejos
terapéuticos que me alejaran del sufrimiento y del sentimiento de soledad y
abandono. Pero no encontré nada de eso. En su lugar se fueron decantando, una a
una, historias preñadas de ficción y realidad. Por ello no podemos decir que Quizás en otro lugar sea un libro de
cuentos. El autor en cada uno de sus relatos nos da la clave para negarlo.
Tal pareciera que en esta obra Kraus es el practicante de un nuevo
género que combina realidad y ficción a partir de sus saberes y haceres como
médico. Sus historias no sólo registran el relato personal, también establecen
la prospectiva de la vida ajena que, de repente, gracias a la magia de la
lectura, se vuelve personal, única, exclusiva.
Con el dolor del duelo más de una, dos, tres, veinte veces… me
identifiqué, metamorfoseé, asumí… los hechos literarios y testimoniales como
vivencias, secuencias, escenas de mi propia vida.
Fueron muchos los párrafos causantes de recuerdo-reflexión-propuesta,
fueron muchas las historias y los personajes que parecían reflejar mi vida, en
particular los pedazos de ese duelo iniciado la tarde triste, nublada y aciaga
del miércoles 7 de septiembre del veinte dieciséis en que mi madre sin mi
presencia y mi compañía y mi palabra y mi tristeza y mi lágrima decidió subir para
tocar las nubes y marcharse envuelta en lo que le acompañó durante toda su
existencia: la soledad.
Por eso, Quizás en otro lugar
me encontró y poco a poco comencé a involucrarme en sus historias, sus
ambientes, sus personajes.
Ésta es, Celia, la primera obra que leo completa después de tu
partida. Quizás por eso hoy una idea me invade y me atormenta y me persigue: te
veré y te podré hablar y acariciar y besar “quizás en otro lugar”.
Aparador (o citas citables)
«Esperanza es una palabra formidable. Enfermos y seres cercanos la
repiten incontables veces, la necesitan. Algunos familiares de enfermos pobres,
antes de sepultar sus esperanzas, empeñan sus vidas. Si a los enfermos se les
apuntan las ilusiones la muerte penetra antes. Barre con todo. No se inmuta. La
esperanza no detiene el final, sólo lo aparca un momento. Un momento, en
ocasiones suficiente, para decir adiós. Despedirse, decir adiós, sirve. Le
sirve a quien marcha y a quienes se quedan». pp. 11-12.
«Casi siempre ha sido fácil asesinar. Morir, en cambio, es más
complejo. En las calles viejas se muere por medio de piedras o palos; en las
calles modernas, con bombas; en la literatura, con palabras; en la poesía, con
silencio; en el cine, entre actos; en la música, entre notas. Matar no es parte
de la vida, es parte de la condición humana. Basta abrir la vieja Biblia,
hojear los periódicos de ayer o los de hoy, leer novelas, viejas o nuevas. En
infinidad de escritos, periodísticos o pertenecientes a la ficción, la muerte
está presente. Nuestros ancestros y nosotros mismos nos hemos esmerado en
buscar evidencias en el cuerpo del muerto para indicar al asesino o para
conocer las razones por las cuales el escritor decidió acabar con su personaje.
La curiosidad es ilimitada: mató al gato y alimenta al ser humano.» p. 15.
«La ficción, a diferencia de la ciencia, goza de inmunidad: casi nunca
se equivoca. Afortunadamente, aunque Dios proscribió, desde antes de su
creación, el libre albedrío, un grupo de seres humanos desoyó sus consejos y
optó por la libertad. Esa libertad es infinita. A la ficción y a quien la
escribe, le permite decir sí o decir no, cuando así lo determinen las
circunstancias: todo es cuestión de gustos o de necesidad. La ficción nació con
buena estrella. Es libre, es neutra, nunca inventa más de lo necesario, acomoda
o desacomoda y escribe o describe. A diferencia de las dificultades que debe
sortear la ciencia, ni la ficción ni la poesía tienen a quien rendirle cuentas,
más que a los lectores.» p. 17
«—Emilio, el viento que ahora escuchas nace de los cipreses del
panteón. Sopla con más rigor cuando se colma de aves. Pronto, en unos dos meses
—le dijo Ramón—, oirás un canto diferente, un canto que recuerda la melancolía
de los vivos. Seguramente entiendes pues llevas poco tiempo muerto. Intuyo tu
tristeza, tu dolor por haber dejado el otro mundo. Pronto encontrarás paz. Pronto
comprenderás: al igual que el viento, la muerte nunca finaliza. Ése será tu
consuelo. Saber que tú no finalizas con la muerte. La muerte es eterna. No sabe
del tiempo. Aquí nadie piensa en el infinito, todo es infinito.
»Ramón era uno de los cadáveres más viejos y sabios del panteón. Vivía
en él desde hacía muchos lustros. Quizás ocho, quizás veinte, quizás
quinientos. Su padre escribía cuentos para él mismo. Nunca los publicaba. En ocasiones
se los leía a Ramón. Escribió acerca el aire: “Viajar en el aire y
transformarse en viento. Soñar con sus ojos hasta mirar lo que él ve. Ser aire,
ser como la muerte: infinito.» pp. 36 y
37
«Los libros son grandes compañeros, siempre están disponibles, nunca
reclaman, si los dejas arrumbados, aguardan, puedes abrirlos y cerrarlos cuando
quieras, olvidarlos, perderlos, prestarlos, escribir en sus páginas. Nunca se
enojan. Son antídotos contra la soledad. En ellos, entre ellos y con nosotros,
cuando te conviertes en un párrafo, en una idea o en una página, el silencio
pesa menos. Acompañan mi soledad. Es una pena que no hablen, que no respondan.»
p. 191
«Dos semanas después de abandonar el hospital Marita falleció. No podía
escribir pero sí dictar. Una de las enfermeras transcribió sus últimas
palabras:
»Sin destinatario:
»El dolor es infinito. Ha sido mi sombra desde que enfermé. Mis padres
no murieron por mi enfermedad pero sí murieron con ella. Con los males
incurables, tarde o temprano, llega un momento del cual es imposible escapar. Llega
cuando “después” es palabra inentendible. Asoma y empuja cuando la enfermedad
ha demolido todo y sepultado la esperanza. Sin “después” y sin esperanza, ¿qué
caso tiene seguir o preguntar?
»Con las enfermedades crónicas, incurables, dolorosas siempre hay un
punto de inflexión, no de retorno. El mío llegó hace años. No fui capaz de
soltar y dejar. Ahora entiendo que la vacuidad de mi vida es absoluta. El pozo
no tiene fin. No puedo mirar a través de la ventana y no logro observar lo que
quiero mirar.
»Me queda soltar y dejar. Eso haré.» p. 219
José Antonio Galván Pastrana
“Los Uruguayos”
Colonia Condesa, CDMX
23 de octubre de 2016.
1 comentario:
José Antonio:
Me hicieron llegar tu blog. Mucha fue la emoción leerte, Mucha la gratitud por el tiempo dedicado. Y otro tanto por compartir el mundo de la literatura. Y gracias por los comentarios.
Con respeto, te comento: En Sexto Piso publiqué "Recordar a los difuntos", un acercamiento amoroso a la vida/muerte de mi madre. Me atrevo a compartirlo contigo por lo que comentas acerca de tu madre.
Abrazo,
Arnoldo
PS Si acaso tienes tiempo, "Quizás en otro lugar" se presenta el 16 de noviembre a las 19:30 en el museo Rufino Tamayo.
De nuevo, gracias
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