2 de febrero de 2017.
Los poemas de la muerte
son un engaño.
La muerte es la muerte.
Toko
Doctor Arnoldo Kraus,
Tal y como usted me lo sugirió
leí su libro Recordar a los difuntos
(Conaculta – Sexto piso, 2015, 232pp). Fue una lectura de transición, pues
empecé a recorrer el texto la tarde del 24 de diciembre de 2016 y lo concluí el
28 de enero de 2017. La transición no sólo incluye el paso de un año a otro
sino también el término de la era Obama y el inicio de la tragedia Trump.
Esta experiencia lectora fue de
esas que uno no quiere que concluyan. En especial porque estaba muy interesado
en los pormenores de la vida de Helen, su señora madre, y también porque no
quería llegar a línea en la que usted nos narrara que ella se había ido.
Cuando como lectores nos
identificamos con el relato del autor, disfrutamos o padecemos la historia en
dos vías: por un lado, la que el escritor nos cuenta, la que ha construido para
nosotros y, por otro, la que como lectores recreamos a partir de nuestros
propios personajes, de aquellas personas con las que transcurrimos parte de la
existencia, los que son seres de carne y hueso que nos han regalado su tiempo,
su palabra, sus ideales, sus dioses, sus gustos o sus penas.
Leer Recordar a los difuntos me permitió experimentar la tranquilidad
ante la pérdida. Fue un bálsamo dulce que mitigó mi angustia y desazón por la
no presencia de mi madre. Eso ya me había pasado, como usted lo sabe, con la
lectura de Quizás en otro lugar. Pero
ahora la vivencia compartida fue más cercana. Usted relata los últimos tiempos
en la vida de Helen y, al leerlo, yo repaso la historia y los últimos días de
Celia. Por ello, su texto para mí no es sólo un testimonio o un relato
biográfico, es un instrumento terapéutico que le sirve al lector-doliente como
una buena excusa de sanación.
Las vidas de su madre y de la mía
fueron muy distintas por muchas razones, diametralmente opuestas. A pesar de
ello, su libro me llevó a repensar y a repasar los días de mi madre, es decir,
tocó fibras muy sensibles y línea a línea se fue convirtiendo en un texto
íntimo, de esos que, como ya le dije, uno no quiere dejar de leer, no quiere
que se acaben, así como usted no quería y no sabía si dejar de escribir o
continuar.
Como usted, hace una decena de
meses llegué a una conclusión: “Mi progenitora ha acumulado muchos años.
Habitar la vida ya no le es posible” (p. 14). Mi madre a sus ochentayochocasiochentaynueve también
había visto partir a la mayoría de las personas que la acompañaron en la niñez
y la juventud. Fue hija única y no conoció a su padre. Vio partir a todos los
de la generación anterior y a los de su generación, sólo le sobrevivió un primo
hermano muy querido. Así es como los destinos de Helen y Celia se entrecruzan y
se apartan.
Recordar a los difuntos me permitió conocer algunos aspectos de la
vida de Helen: su origen polaco, sus padecimientos en la Segunda Guerra
Mundial, la persecución de los suyos y su exterminio, su llegada a México, su
adultez; su vejez cargada de imágenes del pasado que creía del presente; su
deseo permanente de regresar a la escuela, su agenda que contenía los datos de
localización de los muchos que ya se habían ido, los difuntos que la visitaban
y el diálogo con los muertos, la muerte de Frida, su mejor amiga, las múltiples
preguntas que formulaba y que eran también una forma de vida, lo gran lectora
que era y el libro que dejó inconcluso: El
cantar del fuego, de A. B. Yehoshua…
Al contarnos la historia de
Helen, no puede, doctor Kraus, dejar de contarnos la historia de su familia, familia
sui géneris que en México no podía
relacionarse con otras familias del mismo tronco: el holocausto acabó con esa
posibilidad. Mención aparte merece Moisés, su padre, uno de los muchos polacos
que perdió a su familia en la guerra. Judío perseguido y expulsado de su tierra
que vivió rodeado de los demonios (sus demonios) que lo acosaban a cada
momento.
Su libro, doctor Kraus, me ha
dejado muchas líneas para reflexionar sobre la vida y la muerte. Por eso le
digo que tiene un componente terapéutico: nos invita a superar el dolor a
partir de otras consideraciones, de otras perspectivas que antes no
contemplábamos. Aquí señalo algunas:
«La primera palabra adquiere fuerza a través de la
primera escucha. Esa interacción les confiere a las personas otros sentidos y
nuevas responsabilidades. Cuando quien dice “mamá” es un bebé, la existencia se
viste de algo que carece de nombre, de algo insustituible. El lenguaje es una
metáfora […] viaja de una persona a otra, las une, las conjuga, las enfrenta»
(p. 21).
Quisiera retomar completo el
capítulo VI de la primera entrega de su libro, donde usted hace una apología de
la palabra, pero como ello no es posible, sólo retomo algunos fragmentos:
«Las letras, al unirse, cuando se escribe a mano, a la
vieja usanza, por medio de brazos, dedos, nudos, ojales, curvas, rectas o
inflexiones, en cuadernos con rayas horizontales que demarcan espacios grandes
o pequeños, diseñados ad hoc, dependiendo
de la edad del escribiente, conforman un tejido distinto, único […]. Las huellas
de las palabras son extensión y testimonios de los sentidos» (p. 31).
Al final de ese capítulo escribe:
«Páginas atrás escribí sobre las palabras y su
vitalidad. Ahora acuño otra idea, palabras, letras moribundas. El ser humano
muere un poco conforme decae su escritura. Las letras moribundas retratan las
fracturas de la vida, del tiempo. Las frases bien hechas, juntas, son como
amantes, pernoctan abrazadas. Las frases mal construidas, se repelen, no se
tocan» (p. 35).
Por último,
me quedo con su idea: “Cuando los apenas muertos abandonan la Tierra se
les llama difuntos” (p. 198). Eso son para nosotros nuestros muertos: difuntos.
Quizás se fueron hace mucho tiempo, pero para sus deudos permanentes siempre
existirán objetos, situaciones, olores, sabores, lecturas, música, palabras,
personas… que los traigan de nuevo y los hagan presentes. Por eso su libro no
se titula Recordar a los muertos sino Recordar a los difuntos,
pues ese pequeño matiz idiomático nos permite mantener encendida la llama de la
esperanza de la vida.
La lectura
nos hace libres y felices
José Antonio
Galván Pastrana
Ciudad de México
2 - 10 de febrero de 2017
1 comentario:
Maestrísimo, sin duda ese tema, a pesar de nuestra frecuente convivencia con el "hecho", es un misterio. El epígrafe de Toko es contundente. A pesar de todo, seguimos invocando y evocando. Y a veces, ocurre muy pronto ese tránsito.
En un libro que me regaló Eusebio en noviembre, encontré dos declaraciones suyas relacionadas con su propia muerte. No recuerdo que en nuestras charlas la muerte fuera tema más allá de la literatura y ya ves, se fue.
Te mando un abrazo y estoy atento a tus actualizaciones.
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